viernes, 13 de julio de 2012

Domingo XV (ciclo b) Mons. Domingo Castagna

15 de julio de 2012
Marcos 6, 7-13
          Los primeros misioneros. Desde el comienzo de su predicación Jesús selecciona colaboradores. Aunque la virtud de enseñar y hacer milagros procede de Él, no es un solitario; su doctrina, asumida por sus principales discípulos - particularmente por el evangelista y Apóstol Juan - convoca al buen entendimiento y a la comunión fraterna. El absolutismo que ha ideologizado a grandes naciones, y por prolongados tiempos, termina siempre desmoronándose. Jesucristo no entiende la autoridad que no sea servicio humilde. Él mismo se pone a los pies de los Apóstoles antes de celebrar su última Pascua judía: “¿Comprenden lo que acabo de hacer con ustedes (lavatorio de los pies)? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes” (Juan 13, 12-15). El envío de los doce Apóstoles, de dos en dos, no sólo va acompañado por directivas concretas; Jesús, que los envía, es el modelo a imitar. Cuando les manda enseñar y curar los enfermos, es en representación suya que lo hace. Así será en lo sucesivo, especialmente cuando Pentecostés marque el comienzo de la evangelización, hasta el fin de los tiempos.

          La fe puesta únicamente en Dios. Uno de los aspectos que más atrae la atención es la exigencia apostólica de no ceder a las excesivas precauciones humanas. Para realizar una obra de alcance temporalmente exitista es preciso cuidar todos los detalles y no dejar nada al azar. Me parece razonable ya que lo intentado no excede las posibilidades humanas.  Pero, cuando la empresa en cuestión desborda esas posibilidades se requiere otra manera de obrar. Jesús sorprende con sus directivas, humanamente poco “razonables”: “Y les ordenó que no llevaran para el camino más que un bastón; ni pan, ni alforja, ni dinero; que fueran calzados con sandalias y que no tuvieran dos túnicas” (Marcos 6, 8-9). Somos tan “precavidos” que pretendemos trasladar a la acción apostólica ese hábito, olvidando que el Misterio - anunciado y celebrado - no soporta semejante comportamiento. Lo que hacen los Apóstoles, a partir de Pentecostés, los pone en riesgo humano de perderlo todo, especialmente la “estabilidad” de una religión pautada no por los profetas sino por los tecnócratas de la ley. Nos sigue asombrando San Pablo y la decisión osada del Concilio de Jerusalén al no obligar a los gentiles a judaizarse para recibir el bautismo.
          La paz interior depende de la obediencia al Padre. Para ello es preciso depender más de Dios que de las posibilidades derivadas de nuestra limitada capacidad. Orientados por el ejemplo de Cristo comprobamos que la confianza en el Padre garantiza la realización perfecta de un plan que no ha nacido de nosotros. En la oración de Getsemaní Jesús deja de manifiesto que hay dos voluntades en Él; se enfrentan hasta que la voluntad humana - suya por la Encarnación - se rinde, sin titubear, a la divina, también suya, por ser el Verbo Eterno: “Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22, 42). El Señor nos enseña, de esa manera, que la paz interior depende de la rendición de la voluntad humana a la divina; una perfecta armonía que hace al equilibrio y a la santidad. Llegar a adoptar esa enseñanza en nuestra vida cotidiana incluye una batalla agotadora. Está aún la influencia del pecado, por un lado, y la fuerza de la gracia, por el otro. Los Apóstoles, enviados a predicar el Evangelio, debieron cumplir un entrenamiento difícil hasta lograr el sometimiento a la voluntad de Dios, que otorga la paz. El saludo de Cristo resucitado es, al mismo tiempo que un deseo “la paz esté con ustedes”, una declaración de la existencia de la paz en los corazones obedientes al Padre “la paz está en ustedes”.
          El cansancio de los buenos. Un teólogo muy conocido escribió alguna vez: “El hombre es un ser hambriento de paz”. Es fácil comprobarlo al escuchar las sentidas expresiones de numerosos conciudadanos que padecen  el flagelo de la inseguridad. Vivir en paz es el anhelo de la buena gente que trabaja y obedece las leyes reguladoras de la convivencia. Es preciso no tensar demasiado la cuerda para que los buenos no se cansen de ser buenos. El Venerable Papa Pio XII llegó a exclamar: “¡Guay del cansancio de los buenos!” Si eso ocurriera la sociedad y el mundo correrían un grave peligro de disolución. La gracia de Cristo resucitado viene a auxiliarnos restableciendo la capacidad de armonizar nuestra voluntad con la suya y así producir la paz.


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