viernes, 3 de agosto de 2012

Domingo XVIII (ciclo b) San Juan Crisóstomo

Nada hay peor que la gula, nada 'más vergonzoso. Esta es la que cierra el entendimiento y lo hace rudo y vuelve carnal al alma. Esta ciega y no deja ver. Observa cómo fue eso lo que obró en los judíos. Porque ansiando ellos los placeres del vien­tre y no pensando en nada espiritual, sino únicamente lo de este siglo, Cristo los excitó con abundantes discursos, llenos unas veces de acritud, otras de suavidad y perdón. Pero ni aun así se levantaron a lo alto sino que permanecieron por tierra.
Atiende, te ruego. Les había dicho: Me buscáis no porque hayáis comprendido las señales, sino porque comisteis de los panes y os habéis saturado. Los punzó arguyéndoles; les mos­tró cuál es el pan que se ha de buscar al decirles: Haceos no del alimento que perece; y aun les añadió el premio diciendo: sino el pan para la vida eterna. Y enseguida sale al encuentro de la objeción de ellos con decirles que ha sido enviado por el Padre. ¿Qué hacen ellos? Como si nada hubieran oído, le dicen: ¿Qué debemos hacer para lograr la merced de Dios? No lo preguntaban para aprender y ponerlo por obra, como se ve por lo que sigue, sino queriendo inducirlo a que de nuevo les suministre pan para volver a saturarse. ¿Qué les responde Cristo?: Esta es la obra que quiere Dios: que creáis en el que Él envió. Instan ellos: ¿Qué señal nos das para que la veamos y creamos en ti? Nuestros padres comieron el maná en el desierto.
 
¡No hay cosa más necia y más estulta que eso! Cuando el milagro estaba aún delante de sus ojos, como si nada se hu­biera realizado le decían: ¿Qué señal nos das? Y ni siquiera le dan opción a escoger, sino que piensan que acabarán por obligarlo a hacer otro milagro, como el que se verificó en tiempo de sus ancestros. Por eso le dicen: Nuestros padres co­mieron el maná en el desierto. Creían que por este camino lo excitarían a realizar ese mismo milagro que los alimentaría corporalmente. Porque ¿por cuál otro motivo no citan sino ése, de entre los muchos verificados antiguamente; puesto que mu­chos tuvieron lugar en Egipto, en el mar, en el desierto? Pero sólo le proponen el del maná. ¿No es acaso esto porque aún estaban reciamente bajo la tiranía del vientre? Pero, oh judíos: ¿cómo es esto que aquel a quien vosotros llamasteis profeta y lo quisisteis hacer rey por el milagro que visteis, ahora, co­mo si nada se hubiera realizado, os le mostráis tan ingratos y pérfidos, que aun le pedís una señal, lanzando voces dignas de parásitos y de canes famélicos? ¿De modo que ahora, cuando vuestra alma está hambreada, venís a recordar el maná?
Y advierte bien la ironía. No le dijeron: Moisés hizo este milagro; y tú ¿cuál haces? porque no querían volvérselo con­trario. Sino que emplean una forma sumamente honorífica en espera del alimento. No le dijeron: Dios hizo aquel prodigio; y tú ¿cuál haces? porque no querían parecer como si lo igua­laran a Dios. Tampoco nombran a Moisés, para no parecer, que lo hacen inferior a Cristo. Sino que invocaron el hecho simple y dijeron: Nuestros padres comieron el maná en el de­sierto. Podía Cristo haberles respondido: Mayor milagro he hecho yo que no Moisés. Yo no necesito de vara ni de sú­plicas, sino que todo lo he hecho por mi propio poder. Si traéis al medio el maná, yo os di pan. Pero no era entonces ocasión propicia para hablarles así, pues el único anhelo de Cristo era llevarlos al alimento espiritual.
Observa con cuán eximia prudencia les responde: No fue Moisés quien os dio pan bajado del cielo, sino que es mi Padre quien os da el verdadero pan que viene del cielo. ¿Por qué no dijo: ‘No fue Moisés, sino soy yo’, sino que sustituyó a Moisés con Dios y al maná consigo mismo? Fue porque aún era gran­de la rudeza de los oyentes, como se ve por lo que sigue. Puesto que con tales palabras no los cohibió. Y eso que al principio ya les había dicho: Me buscáis no porque hayáis comprendido las señales, sino porque comisteis de los panes y os habéis sa­turado. Y como esto era lo que buscaban, en lo que sigue tam­bién los corrige. Pero ellos no desistieron.
Cuando prometió a la mujer samaritana que le daría aque­lla agua, no hizo mención del Padre, sino que dijo: Si supie­ras quién es el que te dice: Dame de beber, quizá tú le pedirías, y te daría agua viva. Y en seguida: El agua que yo daré; y tam­poco hace referencia al Padre. Aquí, en cambio, sí la hace. Pues bien, fue para que entiendas cuán grande era la fe de la samaritana y cuán grande la rudeza de los judíos. En cuan­to al maná, en realidad no venía del Cielo. Entonces ¿cómo se dice ser del cielo? Pues es al modo como las Escrituras ha­blan de: Las aves del cielo 1 ; y también: Tronó desde el cielo Dios 2 .
Y dice del pan verdadero, no porque el milagro del maná fuera falso, sino porque era sólo figura y no la realidad. Y al recordar a Moisés se antepuso a éste, ya que ellos no lo ante­ponían; más aún, tenían por más grande a Moisés. Por lo cual, habiendo dicho: No fue Moisés quien os dio, no añadió: Yo soy el que os doy, sino dijo que el Padre lo daba. Ellos le respondieron: Danos de ese pan para comer, pues aún pensa­ban que sería una cosa sensible y material y esperaban repletar sus vientres. Y tal era el motivo de que tan pronto acudieran a él. ¿Qué dice Cristo? Poco a poco los va levantando a lo alto; y así les dice: El pan de Dios es el que desciende del cielo y da la vida al mundo. No a solos los judíos sino a todo el mundo.
Y no habla simplemente de alimento, sino de otra vida di­versa. Y dice vida porque todos ellos estaban muertos. Pero ellos siguen apegados a lo terreno y le dicen: Danos ese pan. Los reprochaba de una mesa sensible; pero en cuanto supieron que se trataba de una mesa espiritual, ya no se le acercan. Les dice: Yo soy el pan de vida. El que a mí viene jamás tendrá hambre y el que cree en mí jamás padecerá sed. Pero yo os tengo dicho que aunque habéis visto mis señales, no creéis.
Ya el evangelista se había adelantado a decir: Habla de lo que sabe y da testimonio de lo que vio y nadie acepta su tes­timonio. Y Cristo a su vez: Hablamos lo que sabemos y testificamos lo que hemos visto, pero no aceptáis nuestro testi­monio. Va procurando amonestarlos de antemano y manifes­tarles que nada de eso lo conturba, ni busca la gloria humana, ni ignora lo secreto de los pensamientos de ellos, así presentes como futuros. Yo soy el pan de vida. Ya se acerca el tiempo de confiar los misterios. Mas primeramente habla de su divi­nidad y dice: Yo soy el pan de vida. Porque esto no lo dijo acerca de su cuerpo, ya que de éste habla al fin, cuando declara: El pan que yo daré es mi carne. Habla pues todavía de su divinidad. Su carne, por estar unida a Dios Verbo, es pan; así como este pan, por el Espíritu Santo que desciende, es pan del cielo.
Pero aquí no usa ya de testigos, como en el discurso anterior, pues allá tenía como testigos los panes del milagro y los oyen­tes aún simulaban creerle. Acá en cambio aún lo contradecían y le argumentaban. Por lo cual finalmente ahora expone ple­namente su sentencia. Ellos siguen esperando el alimento cor­poral y no se perturban hasta el momento en que pierden la esperanza de obtenerlo. Mas ni aun así calló Cristo, sino que los increpa con vehemencia. Los que allá mientras comían lo llamaron profeta, ahora se escandalizan y lo llaman hijo de artesano. No lo trataban así cuando estaban comiendo, sino que decían: Este es el Profeta. Y aun lo querían hacer rey. Ahora hasta se indignan al oírlo decir que ha venido del Cielo. Mas no era ése el motivo verdadero de su indignación, sino el haber perdido la esperanza de volver a disfrutar de la mesa corporal. Si su indignación fuera verdadera, debían investigar cómo era pan de vida, cómo había bajado del Cielo. Pero no lo hacen, sino que solamente murmuran.
Y que no sea aquélla la causa verdadera de su indignación se ve porque cuando Jesús les dijo: Mi Padre os da el pan, no le dijeron: Pídele que nos dé, sino ¿qué?: Danos ese pan. Jesús no les había dicho: Yo os daré, sino: Mi Padre os da. Pero ellos, por la gula, pensaban que él podía dárselo. Pues bien, quienes esto creían ¿en qué forma debieron escandalizarse cuando lo oyeron decir que era el Padre quien se lo daría?
¿Cuál es pues el motivo verdadero? Que en cuanto oyeron que ya no comerían, ya no creyeron; y ponen como motivo el que Jesús les hable de cosas elevadas. Por eso les dice: Me habéis visto y no creéis, dándoles a entender así los milagros como el testimonio de las Escrituras. Pues dice: Ellas dan testi­monio de Mí; y también: ¿Cómo podéis creer vosotros que cap­táis la gloria unos de otros?
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Explicación del Evangelio de San Juan (2), Homilía XLV (XLIV), Tradición, México 1981, pp. 5-9)
Notas
1 Sal 8, 9
2 Sal 17, 14


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