sábado, 1 de septiembre de 2012

Domingo XXII (ciclo b) Mons. Domingo Castagna

Marcos 7, 1-8. 14-15.21-23
2 de septiembre de 2012

          El fariseísmo es una calificación moral. Jesús manifiesta su rechazo a toda apariencia que no responda a la verdad. El fariseísmo no es hoy la denominación de una secta sino una calificación moral. Es muy grave, tiñe con su inconfundible color  ciertas actitudes de personas presuntamente respetables. Es estremecedor el tono y el contenido de la respuesta de Jesús al “escándalo farisaico”: “¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”  (Marcos 7, 6). Existe una preceptiva social informulada que protege al simulador y estigmatiza a la persona honesta. Por ello los delincuentes encuentran amparo, aparentemente legal, para burlar las penas merecidas por sus crímenes. Detrás de ese triste fenómeno late el mencionado fariseísmo que enrarece el clima espiritual de la sociedad actual. El pueblo sencillo y trabajador, asediado por la inseguridad, denuncia ser rehén y victima de la delincuencia impune, que goza de libre tránsito en medio de sus humildes casas. La preceptiva farisaica dicta leyes y establece códigos. El Evangelio es el antídoto contra el fariseísmo. Es Cristo mismo, definido, en las conclusiones de la Conferencia de Santo Domingo, como el “Evangelio del Padre”. Es transparencia del Padre y su enseñanza establece, como presupuesto necesario, la verdad y la pureza del corazón.
          La gracia de Dios hace buenos hombres. Los crímenes y siniestros propósitos salen del interior del hombre, se gestan ocultamente y adoptan un camuflaje semejante a la blancura exterior de los sepulcros. Jesús acude frecuentemente a estas escalofriantes imágenes. La Palabra de Dios purifica el interior de la persona y, de esa manera, la capacita para obrar bien y construir una sociedad justa y fraterna. Según San Pablo no es la ley - ni la norma o precepto - capaz de justificar al hombre sino la gracia. Se entiende por “gracia” la acción  amorosa de Dios, que regenera lo degradado por el pecado; que produce la novedad del hombre constituido, a imagen de Cristo, en “justicia y santidad”. El interés de la Iglesia, obediente a su Maestro divino, es el cambio interior de la persona. El pecado ha dañado gravemente al ser humano; un deterioro irreversible para la libertad, atrapada en los hábitos del mal. La gracia de Dios hace posible lo humanamente imposible. Las exigencias del Evangelio suponen la operación de la gracia. La  fe es la “puerta” de acceso. Hemos citado, en sugerencias anteriores, la acertada afirmación magisterial del Papa Benedicto XVI: “La puerta de la fe (Hch. 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros” (“Porta Fidei” 1).
          La gracia, al alcance de la mano. La humanidad, si intenta honestamente el cambio sustancial que necesita, debe obtener la gracia de Cristo. Los Apóstoles reciben el mandato de transmitir la Buena Nueva de que la gracia está al alcance de quienes estén dispuestos a recibirla. Basta estar atentos y preparar el corazón mediante la virtud de la humildad. Simple de decir y difícil de practicar. La humildad es la virtud de los sabios y la soberbia es la impotencia de los necios. Necesitamos hombres y mujeres sabios que formen auténticas familias, eduquen a sus hijos, investiguen respetuosamente en el ámbito de la ciencia, ejerzan la justicia y la enseñanza y cultiven  la política como servicio humilde y abnegado.  Las enseñanzas de Jesús constituyen - para el mundo moderno - una quimera  inalcanzable, por causa de la exclusión de Dios, imperante en razón de la miopía que afecta su visión antropológica. La gracia de Dios hace posible esa necesaria sabiduría y elimina la insensatez de la soberbia. Está suficientemente probado, en las biografías de innumerables santos y santas, registrados por la Iglesia Católica y reconocidos mediante meticulosos procesos canónicos. Es preciso reflexionar sobre las virtudes que han practicado en grado heroico. Entre ellos hay hombres y mujeres del quehacer político, de la ciencia, del ministerio sagrado, de la Vida Consagrada; también hay jóvenes, niños y ancianos de extracción noble y plebeya.
          El equilibrio virtuoso. El testimonio de vida que ofrecen los santos constituye la garantía de que el mal puede ser vencido y de que son posibles las virtudes ciudadanas que otrora distinguieron a los próceres de nuestra Patria. El equilibrio, que las virtudes causan en la sociedad, constituye la base que asegura la solidez  y firmeza de toda la construcción social. Vuelvo a referirme a la humildad. De ella dependen, como Jesús lo expresa, el acierto en las decisiones y la capacidad de reconocer y corregir los errores. No son éstas, precisamente, las condiciones que predominan en nuestro ambiente social y cultural. El empantanamiento - hasta la parálisis - que invade a la sociedad, se origina en el inveterado individualismo; obstáculo que impide poner al servicio del bien común tantos dones y posibilidades. ¡Cuánta riqueza desperdiciada en la frivolidad y vanas confrontaciones! Jesucristo, con la gracia que viene de su inmolación por amor y de su Resurrección, cura el corazón enfermo. El hombre no es calificado por lo que se ve de él sino por lo que en realidad es en su interior: “Porque es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre” (Marcos 7, 21-23).

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