sábado, 8 de septiembre de 2012

Domingo XXIII (ciclo b) Mons. Domingo Castagna

9 de septiembre de 2012
Marcos 7, 31-37
          Un mundo sordomudo. El sordomudo es una imagen de nuestro mundo. También del mundo que nos corresponde en nuestra amada Patria. Como en el texto evangélico, relatado por San Marcos, el mundo sordomudo necesita ser presentado a Jesús: “Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos” (Marcos 7, 32). O como lo decide Dios mismo mediante la Encarnación, Él mismo se hace presente al mundo sordomudo. Es oportuno detener la atención en la presencia misteriosa de Jesús. La Ascensión no es la partida que lo aleja de la compleja realidad en la que se mueven los hombres. Él está, con la desbordante presencia que le otorga su estado de Resucitado. Desde entonces se auto habilita para causar la Vida nueva que el mundo necesita. La falta de fe, o su distorsión, interpone graves obstáculos a la necesaria relación con el Salvador. Hay que remover el principal de ellos: la pretensión de expulsar a Dios de la vida pública - de la escuela, de los hospitales, de los juzgados, del arte, de la ciencia, de los paseos y plazas de nuestra modernas ciudades - para crear el clima irrespirable donde Dios se convierta en un vocablo inocuo u olvidado.
         Ocurre en la Argentina. Está ocurriendo en nuestra Argentina, caracterizada por su religiosidad y fervoroso culto mariano. El comando seudo cultural opera desde el agnosticismo moderno, regenteado por un grupo reducido, opuesto a la mayoría silenciosa que sigue creyendo en Dios y respeta a su Iglesia. Es el sordomudo que necesita dejarse llevar ante Cristo, conocerlo y recuperar la salud inexplicablemente perdida. A quienes son testigos del milagro les manda no divulgarlo; aún no ha llegado la hora de identificarse como Hijo de Dios. Jesús no quiere que lo confundan con un hacedor de hechos portentosos, una especie de “milagrero”. Si así fuera su misión fracasaría ya que no generaría creyentes auténticos sino un espectáculo, apetecido por el Herodes frívolo del Viernes Santo (Lucas 23, 8-12). La acción evangelizadora también prepara el terreno para la siembra. La remoción de los obstáculos - malezas y piedras - constituye la obra pre-evangelizadora de necesaria adecuación del terreno. El mundo es hoy un campo arrasado por los obstáculos a la Palabra o a la presencia redentora de Cristo. La misión evangelizadora que la Iglesia debe desarrollar encuentra muchas dificultades y graves persecuciones. Ya Jesús lo anunció sin medias tintas a sus discípulos: “Si me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes, si fueron fieles a mi palabra, también serán fieles a la de ustedes. Pero, los tratarán así a causa de mi Nombre, porque no conocen al que me envió” (Juan 15, 20-21).
         El hombre, buscador angustioso de la verdad. Sólo Jesús devuelve a los hombres el habla para decir la verdad. Sólo Él da sentido y eficacia a los gestos y signos. Después vendrán los sacramentos; en ellos Él mismo causará la gracia que perdona y santifica. Por ello su presencia es necesaria a los hombres, aunque éstos no tengan conciencia de su necesidad. Necesitados y, al mismo tiempo, angustiados por no saber qué necesitan y a Quien. San Agustín es prototipo del buscador de la verdad. Sus Confesiones traducen de manera conmovedora esa búsqueda y el regocijo admirable del encuentro con Dios, la Verdad buscada: “Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti” (San Agustín: “Confesiones”; Libro 7, 10-27). La Verdad revelada es Cristo; en Él, Dios se muestra y se formula como la única Verdad que colma el corazón humano. Jesucristo se ofrece en la Cruz para que los hombres encuentren lo que buscan angustiosamente. Para ello será preciso que Cristo sea predicado y celebrado. La Iglesia dedica todas sus energías para desempeñar la misión que recibió de su Señor resucitado el día de la Ascensión.
          La inutilidad sofisticada de la comunicación. Parece mentira que en tiempos de tan gran adelanto técnico, particularmente en las comunicaciones, este mundo sea sordomudo y necesite que Jesús abra sus oídos y desate su lengua. La influencia negativa que ejercen hoy los contenidos de esas maravillosas técnicas de la comunicación, insensibilizan hasta producir una absoluta sordera para escuchar la Palabra de Dios e interpretar gestos sacros instituidos por Cristo para comunicar su gracia. En la celebración del Bautismo, el ministro del sacramento hace el gesto y formula las mismas palabras de Cristo: “Jesús lo separó (al sordomudo) de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo suspiró y dijo: “Efatá”, que significa: “Ábrete”. Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente” (Marcos 7, 32-35). Lamentablemente, muchos bautizados vuelven a la sordera del viejo pecado y necesitan recuperar el oído y el habla, para escuchar la Palabra de Dios y para pronunciarla. Cuando se reitera ese milagro se produce un cambio en el comportamiento y el bautizado vuelve a ser un testigo creíble de la Palabra que suscita la fe en quienes no la poseen o la han perdido.

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