sábado, 22 de septiembre de 2012

Domingo XXV (ciclo b) - San Juan Crisóstomo

Nueva conversación sobre la Pasión

A fin de que sus discípulos no le dijeran: "¿Por qué estamos aquí, en Galilea, continuamente?", el Señor les habla nuevamente de su pasión, pues con sólo oír eso no querían n1 ver Jerusalén. Mirad, si no, cómo, aun después de reprendido Pedro, aun después que Moisés y Elías habían hablado sobre ella y la habían calificado: de "gloria", a despecho de la voz del Padre, emitida desde la nube, y de tantos milagros y de la resurrección inmediata i(pues no les dijo que había de durar mucho tiempo en la muerte, sino que al tercer día resucitaría), a despecho de todo esto, no pudieron soportar el nuevo anun­cio de la pasión, sino que se entristecieron, y no como quiera, sino profundamente. Tristeza qué procedía de ignorar la fuerza las palabras del Señor. Así lo dan a entender Marcos y Luc­as al decirnos: Marcos, que ignoraban la palabra y tenían miedo de preguntarle; y Lucas, que aquella palabra era para ellos oculta, para no comprender su sentido, y temían preguntarle sobre ella. —Pero si lo ignoraban, ¿cómo se entristecieron? —Porque no todo lo ignoraban. Que había de morir, lo sabían perfectamente, pues se lo estaban oyendo a la continua; mas qué muerte había de ser aquélla y cómo había de terminar rápidamente y los bienes inmensos que había de producir, todo eso sí que no lo sabían aún a ciencia cierta, como ignoraban en absoluto qué cosa fuera, en fin, la resurrección. De ahí su tristeza, pues no hay duda que amaban profundamente a su Maestro.

Celos entre los apóstoles

En aquel momento, se acercaron a Jesús sus discípulos y le dijeron: ¿Quién es, pues, el mayor en el reino de los cielos? Sin duda los discípulos habían experimentado algún sentimien­to demasiado humano, que es lo que viene a significar el evan­gelista al decir: En aquel momento, es decir, cuando el Señor había honrado preferentemente a Pedro. Sin embargo, de Santia­go y Juan, uno tenía que ser primogénito, y, sin embargo, nada semejante había hecho con ellos. Luego, por vergüenza de confesar la pasión de que eran víctimas, no le dicen clara­mente al Señor: "¿Por qué razón has preferido a Pedro a nosotros? ¿Es que es mayor que nosotros? El pudor les vedaba plantear así la pregunta, y lo hacen de modo indeterminado: Quién es, pues, el mayor? Cuando vieron preferidos a los tres —Pedro, Santiago y Juan—, no debieron de sentir nada de eso; pero cuando ven que el honor se concentra en uno solo, entonc­es es cuando les duele. Y no fue eso solo, sino que sin duda se juntaron muchos otros motivos para encender su pasión. A Pedro, en efecto, le había dicho el Señor: A ti te daré las laves... Y: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás. Y ahora: Dáselo por mí y por ti. Y lo mismo había de picarles ver tanta confianza como tenía con el Señor. Y si Marcos cuenta que no le preguntaron, sino que lo pensaron dentro de sí, no hay en ello contradicción con lo que aquí cuenta Mateo, Lo probable es que se diera lo uno y lo otro. Y es probable también que esos celillos los sintieran ya antes en otra oca­sión, una o dos veces; pero ahora lo manifestaron y lo an­daban revolviendo dentro de sí mismos. Vosotros, empero, os ruego que no miréis solamente la culpa de los apóstoles, sino considerad también estos dos puntos: primero, que nada terreno buscan, y, segundo, que aun esta pasión la dejaron más adelante y unos a otros se daban la preferencia. Nos­otros, en cambio, no llegamos ni a los defectos de los apóstoles, y no preguntamos quién sea el mayor en el reino de los cielos,  sino quién sea el mayor, quién el más rico, quién el más pode­roso en el reino de la tierra.

Lección de humildad

¿Qué les responde, pues, Cristo? El Señor les descubre su conciencia, y no tanto responde a sus palabras cuanto a su pasión. Porque: Llamando a sí—dice el evangelista—a un niño pequeño, les dijo: Si no os cambiáis y os hacéis como este niño pequeño, no entraréis en el reino de los cielos. Vosotros me preguntáis quién es el mayor y andáis porfiando sobre prima­cías; pero yo os digo que quien no se hiciere el más pequeño de todos, no merece ni entrar en el reino de los cielos. Y a fe de todos pone un hermoso ejemplo; y no es sólo ejemplo lo que pone, sino que hace salir al medio al niño mismo, a fin de confundirlos con su misma vista y persuadirles así a ser humildes y sencillos. A la verdad, puro está el niño de envidia, y de vanagloria, y de ambición de primeros puestos. El niño posee la mayor de las virtudes: la sencillez, la sinceridad, la humil­dad. No necesitamos, pues, sólo la fortaleza, ni sólo la prudencia: también es menester esta otra virtud, la sencillez, digo, humildad. A la verdad, si estas virtudes nos faltan, nuestra salvación anda coja también en lo más importante. Un niño, se le injurie, ora se le alabe, ya se le pegue, ya se le honre ni por lo uno se irrita ni por lo otro se exalta.

El escándalo de los pequeñuelos

Luego, con el fin de dar más energía a su palabra, no sólo la encarece por el premio que promete, sino también por el castigo que amenaza, y así prosigue diciendo: Y el que escan­dalizare a uno de estos pequeños que creen en mí, más le va­liera que le colgaran al cuello una piedra de molino de las que mueve un asno y ser hundido en lo profundo del mar. Así como los que honran a los niños—dice—por amor mío tienen el cielo y hasta una distinción mayor que el mismo reino de los cielos, así los que los deshonran (porque esto es escandalizarlos) ten­drán que sufrir el último suplicio. Y no es de maravillarse que llame escándalo a la deshonra, pues muchos pusilánimes se han escandalizado, y no como quiera, al verse despreciados y des­honrados. Queriendo, pues, el Señor hacer resaltar y encarecer esta culpa, póneles delante el daño que de ella se sigue. Ese daño, sin embargo, no nos lo declara ya por los mismos tér­minos que el premio, sino que, tomando pie de hechos para nosotros conocidos, nos hace ver lo insoportable del castigo con que amenaza a los escandalizadores de los pequeños. Y es así que siempre que el Señor quiere impresionar más vivamente a gentes rudas, se vale de ejemplos sensibles. Así aquí, que­riéndonos poner ante los ojos el grande castigo que habrán de sufrir quienes desprecien a los niños, y herir también la sober­bia de esos despreciadores, nos presenta un suplicio sensible: de la muela de molino para hundir al culpable en el mar. En realidad, la ilación de las ideas hubiera sido: "El que no recibiere a uno de estos pequeños, tampoco a mí me recibe". Lo cual ciertamente era peor que el más duro, de los suplicios. Mas como esto, con ser tan espantoso, no había de conmover tanto a sus discípulos, tan insensibles y rudos, les pone la imagen de la piedra de molino y de la sumersión en el mar. Y no dijo que se le colgaría y una piedra de molino al cuello, sino: Más le valiera que se le colgara, con lo que da a entender que castigo que le espera es más grave que eso. Y si eso es ya incomportable, mucho más lo otro. Mirad cómo por uno y otro lado presenta el Señor lo terrible de su amenaza. Primero, haciéndonosla más patente por la comparación con un hecho para nosotros conocido, y luego, por la ponderación que sigue, hacié­ndonos pensar que su castigo ha de ser mucho mayor que otro visible. Mirad también cómo arranca de raíz todo pensamiento de orgullo, cómo cura todo tumor de vanagloria, cómo enseña a no ambicionar jamás los primeros puestos y cómo, en fin, a quienes los ambicionan les persuade a que busquen último de todos.

Ridiculeces del orgullo

Nada hay, en efecto, peor que el orgullo. Éste hace al hom­bre perder su razón natural y le pone fama de loco; o, más bien; él hace al hombre totalmente insensato. Si viéramos a un enano de tres codos que se empeñara en pasar con su talla las montañas y hasta se imaginara que las pasaba y se estirara o si efectivamente sobrepujara ya sus más altas cimas, no tendríamos por qué buscar otra prueba de que el pobre hombre estaba loco. Pues del mismo modo, cuando veamos a un hombre que se hincha de orgullo, que se tiene a sí mismo por mejor que los demás y que considera como agravio tener  que vivir entre las gentes, no busquemos ya tampoco nueva demostración de que ese hombre es un insensato. Y hasta es mu­cho más ridículo que los naturalmente necios, pues él se fabrica voluntariamente para sí esa enfermedad. Y no sólo por esa razón es miserable, sino también porque estúpidamente se pre­cipita en el abismo mismo de la maldad. Porque ¿cuándo ese orgulloso reconocerá como debe sus pecados? ¿Cuándo ten­drá conciencia de sus culpas? A la verdad, el diablo se apodera de él y se lo lleva cautivo como a un vil esclavo, y le trae y le lleva, abofeteándole por todas partes, y le cubre de igno­minias sin cuento.
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre San Mateo, Homilía 58, Ed. BAC, Madrid, 1966, pp. 221-226)


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