viernes, 7 de septiembre de 2012

Galileo Galilei y la Iglesia (3)

Vittorio Messori

(En Leyendas negras
de la Iglesia)

          Alguien ha señalado una paradoja: en varias ocasiones la Iglesia ha sido juzgada por su retraso, por no estar al día. Pero el curso posterior de la historia ha demostrado que si parecía anacrónica es porque había tenido razón demasiado pronto. Ocurrió, por ejemplo, con la desconfianza hacia el mito entusiasta de la «modernidad» y del consecuente «progreso», durante todo el siglo XIX y gran parte del XX. Ahora un historiador de la talla de Émile Poulat puede decir: «Pío IX y los demás papas "reaccionarios" se quedaban atrás respecto a su época, pero se han convertido en profetas de la nuestra. Puede ser que no tuviera razón en cuanto a su hoy y su mañana: pero habían visto bien para su pasado mañana, que es esta época nuestra posmoderna, que descubre la otra cara, la oscura, de la modernidad y el progreso.»
          Ocurrió, para dar otro ejemplo, con Pío XI y Pío XII, cuyas condenas del comunismo ateo eran juzgadas con desprecio, hasta ayer, como «conservadoras», como «superadas», mientras que ahora los mismos comunistas arrepentidos comparten sus críticas (cuando son
suficientemente honestos para reconocerlo) y revelan que esos papas «atrasados» tenían una vista tan aguda como nadie la había tenido nunca.
          Está ocurriendo, es otro ejemplo, con Pablo VI, cuyo documento que parece y parecerá cada vez más profético, también fue considerado el más «reaccionario»: la Humanae vitae.
          Hoy estamos en condición de comprender que esta paradoja se ha generado gracias también al «caso Galileo», del que hemos hablado detenidamente en los dos apartados anteriores. Ciertamente fue un error mezclar la Biblia con la ciencia experimental que entonces estaba naciendo. Pero es demasiado fácil juzgar con conocimientos posteriores: ya hemos visto que los protestantes fueron aquí bastante menos lúcidos; mejor, bastante más intolerantes que los católicos. Seguro que en tierra luterana o calvinista Galileo no habría acabado su vida en la villa, y huésped de jerarcas eclesiásticos, sino en el patíbulo.
          Desde la antigüedad clásica hasta esta época, la filosofía abarcaba todos los conocimientos humanos, incluidas las ciencias naturales: hoy en día es fácil distinguir, pero entonces la distinción empezaba a abrirse camino entre daños y errores.
          Por otra parte, Galileo ya levantaba sospechas por haberse equivocado alguna vez (en el caso de los cometas, por ejemplo), y precisamente en el plano predilecto de lo experimental; no tenía pruebas a favor de Copérnico, y la única que aportaba era totalmente errónea. Un santo y sabio de la envergadura de Roberto Bellarmino —y junto con él, otra figura de gran talla, el cardenal Baronio—, se declaraba dispuesto a atribuir a la Escritura (cuya letra parecía más en sintonía con el sistema tolemaico) un sentido metafórico, por lo menos en las expresiones que las nuevas hipótesis astronómicas pondrían en entredicho; pero sólo cuando los copernicanos fuesen capaces de aportar pruebas científicas irrefutables. Y estas pruebas no llegaron hasta un siglo más tarde.
          Un estudioso como Georges Bené piensa incluso que la decisión del Santo Oficio de retirar el libro de Galileo no sólo era legítima, sino también consecuente en el plano científico: «Como el rechazo de un artículo inexacto y sin pruebas por parte de la dirección de una moderna revista científica.» Por otra parte, el mismo Galileo mostró que, a pesar de algunas intuiciones correctas, él tampoco tenía muy clara la relación entre ciencia y fe. No es suya, sino del cardenal Baronio (como confirmación de la abertura de los ambientes eclesiásticos) la célebre fórmula: «El propósito del Espíritu Santo, al inspirar la Biblia, era enseñarnos cómo se va al Cielo, y no cómo va el cielo.»
          Pero entre las cosas que habitualmente son silenciadas está su contradicción, su propio caer en el «concordismo bíblico»: frente al célebre versículo de Josué que detiene el Sol, no tenía absolutamente en cuenta un lenguaje metafórico; se quedaba en la lectura literal, afirmando que Copérnico podía explicar esta «parada» mejor que Tolomeo. Poniéndose en el mismo plano que sus jueces, Galileo confirma lo incierta que era la distinción entre el nivel teológico, filosófico, y el de la ciencia experimental.
          Pero quizás es en otra parte donde la Iglesia se mostró atrasada, porque estaba tan adelantada a su tiempo que sólo ahora empezamos a intuirlo. En efecto —más allá de los errores en los que pueden haber caído los diez jueces, todos prestigiosos teólogos y hombres de ciencia, en el convento dominico de Santa Maria sopra Minerva, y quizás más allá de lo que ellos mismos advertían— juzgando una presunción (o arrogancia) de Galileo, establecieron de una vez por todas que la ciencia no era y no podía ser nunca una nueva religión; que no se trabajaba para el bien del hombre ni para la Verdad, creando nuevos dogmas basados en la «Razón» en lugar de los que se basan en la Revelación. «La condena temporal (donec corrigatur, hasta que sea corregida, decía la fórmula) de la doctrina
heliocéntrica, que era presentada por sus defensores como verdad absoluta, salvaguardaba el principio fundamental según el cual las teorías científicas expresan verdades hipotéticas, ciertas ex suppositione, por hipótesis, y no en modo absoluto.» Así escribe un historiador de nuestros días.
          Después de tres siglos de aquella infatuación científica, de aquel terrorismo racionalista que bien conocemos, Karl Popper nos recordó que los inquisidores y Galileo, a pesar de las apariencias, estaban en el mismo plano. Ambos aceptaban por fe unos supuestos fundamentales como base para construir sus sistemas. Los inquisidores aceptaban como verdades indiscutibles (incluso para las ciencias naturales) la Biblia y la Tradición, en su sentido más literal. Pero también Galileo —y, después de él, toda la serie infinita de cientificistas, racionalistas, ilustrados y positivistas— aceptaba sin discusiones, como nueva Revelación, la autoridad de la razón humana y de la experiencia de nuestros sentidos. Pero ¿quién ha dicho (y la pregunta es de un laico agnóstico, como era Karl Popper) —si no otra especie de fideísmo— que razón y experiencia, mente y sentidos, nos comunican la «verdad»? ¿Cómo probar que no se trata de ilusiones, igual que muchos consideran ilusiones las convicciones en las que se basa la fe religiosa? Sólo ahora, después de tanta veneración y respeto, empezamos a ser conscientes de que las llamadas
«verdades científicas» no son en absoluto verdades indiscutibles a priori, sino siempre y solamente hipótesis transitorias, siquiera bien fundadas (y la historia, en efecto, nos enseña cómo razón y experiencia no han preservado a los científicos de caer en infinitas y clamorosas equivocaciones, a pesar de la aclamada «objetividad e infalibilidad de la Ciencia»).
          Éstas no son divagaciones apologéticas, sino datos bien documentados: mientras Copérnico y todos los copernicanos (numerosos, lo hemos visto, incluso entre los cardenales, y tal vez entre los mismos papas) se quedaron en el plano de las hipótesis, nadie dijo nada; el Santo Oficio no se entrometió para poner fin a una discusión libre acerca de datos experimentales que iban apareciendo. Se reaccionó duramente sólo cuando se quiso pasar de la hipótesis al dogma, cuando empezaron a surgir sospechas de que el nuevo método experimental se va convirtiendo en religión, en aquel «cientificismo» en el que, en efecto, degenerará. «En el fondo, la Iglesia no pedía más que una cosa: tiempo, tiempo para madurar y reflexionar, cuando a través de sus teólogos más sabios, tales como el santo cardenal Bellarmino, le exigía a Galileo que defendiera la doctrina copernicana sólo como hipótesis, y cuando, en 1616, ponía en el Índice el De revolutionibus de Copérnico donec corrigatur, es decir hasta que se les diera forma hipotética a los pasajes que afirmaban el movimiento de la Tierra de manera absoluta. Esto aconsejaba Bellarmino: recoged el material para vuestra ciencia experimental, sin preocuparos, vosotros, de si y cómo puede organizarse en el corpus aristotélico. ¡Sed hombres de ciencia, no queráis hacer de teólogos!» (Agostino Gemelli).
          Galileo no fue condenado por lo que decía, sino por cómo lo decía. O sea, con intolerancia fideísta, propia de un misionero del nuevo Verbo que superaba a sus antagonistas, considerados «intolerantes» por definición. La estima por el científico y el afecto por el hombre no impiden destacar los dos aspectos de su personalidad que el cardenal Paul Poupard definió como «arrogancia y vanidad, a menudo muy vivas». En posición contraria a su teoría, el pisano tenía a los astrónomos jesuitas del Colegio Romano, de los que tanto había aprendido, de los que tantos honores había recibido y a los que la investigación reciente ha mostrado en todo su valor de grandes y modernos hombres de ciencia, también «experimentales». Como carecía de pruebas objetivas, fue sólo apoyándose en un nuevo dogmatismo, en una nueva religión de la Ciencia, como pudo lanzar contra estos colegas expresiones como las que se encuentran en sus cartas privadas: quien no aceptaba de inmediato y por entero el sistema copernicano era (textualmente) «un imbécil con la cabeza llena de pájaros», alguien «apenas digno de ser llamado hombre», «una mancha en el honor del género humano», alguien «que se ha quedado en la niñez»; y otros insultos. En el fondo, la presunción de ser infalible parece estar más de su lado que en el de la autoridad eclesiástica. No hay que olvidar, además, que, adelantándose en esto también a la tentación típica del intelectual moderno, fue esta «vanidad» suya, este afán de popularidad el que lo llevó a sacar a la luz delante de todo el mundo (entre otras cosas, con desprecio a la fe de los más humildes) debates que, precisamente por no estar esclarecidos, todavía tenían que desarrollarse ampliamente entre los sabios. De ahí también su rechazo al latín: «Galileo escribía en vulgar, expresamente para pasar por encima de los teólogos y demás hombres de ciencia y dirigirse al hombre de la calle. Pero no era correcto llevar a nivel popular cuestiones tan delicadas y todavía dudosas, o por lo menos resultaba una grave ligereza» (Rino Cammilleri). Recientemente, el «heredero» de los inquisidores, el prefecto del Santo Oficio, cardenal Ratzinger, ha explicado que una periodista alemana —firma famosa de un periódico laicísimo, expresión de una cultura «progresista»— le pidió una entrevista sobre el nuevo examen del caso Galileo. Naturalmente, el cardenal esperaba escuchar las jeremiadas de siempre sobre el oscurantismo y el dogmatismo católicos. Pero fue al revés: aquella periodista quería saber por qué la Iglesia no había frenado a Galileo, no le había impedido proseguir con un trabajo que está en los orígenes del terrorismo científico, del autoritarismo de los nuevos inquisidores: los tecnólogos, los expertos... Ratzinger explicaba que no se había sorprendido demasiado: simplemente, aquella redactora era una persona informada, que había pasado del culto «moderno» a la Ciencia a la conciencia «posmoderna» de que científico no puede ser sinónimo de sacerdote de una nueva fe totalitaria.
          Sobre la utilización propagandística que se ha hecho de Galileo, que lo ha convertido —de hombre con humanísimos límites, igual que todos— en titán del libre pensamiento, en profeta sin mancha y sin temor, ha escrito cosas interesantes la filósofa católica Sofia Vanni Rovighi, uno de los pocos nombres femeninos en esta disciplina. Vamos a ver: «No es históricamente correcto ver a Galileo como un mártir de la verdad, que por la verdad lo sacrifica todo, sin contaminarse con ningún otro interés y sin utilizar ningún medio extrateórico para que la verdad triunfe, y ver en el otro lado a hombres que no tienen ningún interés en la verdad, que anhelan el poder y sólo utilizan el poder para triunfar sobre Galileo. En realidad, existen dos bandos: Galileo y sus adversarios, ambos seguros de la verdad de sus opiniones y con buena fe; pero el uno y el otro utilizan también medios extrateóricos para hacer triunfar la tesis que cada cual considera cierta. Sin olvidar que en 1616 la autoridad eclesiástica fue especialmente benévola con Galileo y ni siquiera lo nombró en el decreto de condena; y en 1633, aunque pareciera proceder con severidad, le concedió todo tipo de facilidades materiales. Según la legislación de aquella época, Galileo debería haber estado en la cárcel antes del procedimiento, durante y, si era condenado, después; sin embargo, no sólo no estuvo en la cárcel ni siquiera una hora, no sólo no sufrió malos tratos, sino que fue alojado y tratado con toda clase de atenciones.» Pero continúa Vanni Rovighi, con especial sensibilidad femenina hacia las pobres hijas del gran hombre de ciencia: «No es justo, además, no medir todo por el mismo rasero: hablar, por lo tanto, de delito contra el espíritu refiriéndose a la condena de Galileo, y ni chistar cuando se habla de la entrada forzada en convento que Galileo impuso a sus dos jóvenes hijas, intentándolo todo para eludir las leyes eclesiásticas, que protegían la dignidad y la libertad personal de las jóvenes encaminadas a una vida religiosa, estableciendo un límite mínimo de edad para los votos. Se observará que la acción de Galileo debe ser juzgada teniendo en cuenta la época histórica, y también que Galileo quiso hacerse perdonar aquella violencia, siendo muy bondadoso sobre todo hacia Virginia, sor María Celeste; son consideraciones muy justas, pero pedimos que se aplique igual medida de comprensión histórica y psicológica a la hora de juzgar a los adversarios de Galileo.» Prosigue la ensayista: «Habrá que tener en cuenta también esto: cuando se juzga severamente a la autoridad que condenó a Galileo, se hace desde un punto de vista moral (pues desde un punto de vista intelectual es evidente que hubo un error de parte de los jueces; pero el error no es delito, y no se olvide nunca que esto no concierne a la fe: tanto el juicio de 1616, como el de 1633, son decretos de una Congregación romana aprobados por el Papa in forma communi y como tales no pertenecen a la categoría de las afirmaciones infalibles de la Iglesia; se trata de decretos de hombres de Iglesia, no de dogmas de la Iglesia). Si lo miramos, pues, desde un punto de vista moral, no se debe confundir este valor con el éxito. Tanto vale el tormento del espíritu del gran Galileo como el tormento del espíritu
trastornado de la pobre sor Arcángela, obligada por su padre a hacerse monja a los doce años. Y si seguimos diciendo que —¡por Dios!— Galileo es Galileo, mientras que sor Arcángela no es más que una oscura mujercita, para concluir afirmando, al menos implícitamente, que atormentar al uno es culpa mucho más grave que atormentar a la otra, nos estamos dejando encantar por el poder y el éxito. Pero desde este punto de vista ya no tiene sentido hablar de espíritu: ni para reprochar los delitos cometidos en su contra, ni para exaltar sus victorias.»

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