lunes, 17 de septiembre de 2012

San Roberto Belarmino; un punto de referencia válido para la eclesiología católica - Benedicto XVI

BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 23 de febrero de 2011

San Roberto Belarmino
Queridos hermanos y hermanas:
San Roberto Belarmino, del cual deseo hablaros hoy, nos lleva con la memoria al tiempo de la dolorosa escisión de la cristiandad occidental, cuando una grave crisis política y religiosa provocó la separación de naciones enteras de la Sede apostólica.
Nació el 4 de octubre de 1542 en Montepulciano, cerca de Siena. Era sobrino, por parte de madre, del Papa Marcelo II. Recibió una excelente formación humanística antes de entrar en la Compañía de Jesús el 20 de septiembre de 1560. Los estudios de filosofía y teología, que realizó entre el Colegio Romano, Padua y Lovaina, centrados en santo Tomás y en los Padres de la Iglesia, fueron decisivos para su orientación teológica. Ordenado sacerdote el 25 de marzo de 1570, fue durante algunos años profesor de teología en Lovaina. Sucesivamente, llamado a Roma como profesor en el Colegio Romano, se le encomendó la cátedra de «Apologética»; durante la década en la que ocupó ese cargo (1576 – 1586) elaboró un curso de lecciones que confluyeron después en las Controversiae, obra que en seguida se hizo célebre por la claridad y la riqueza de contenidos y por su corte predominantemente histórico. Hacía poco que se había concluido el concilio de Trento y la Iglesia católica necesitaba afianzar y confirmar su identidad, también respecto a la Reforma protestante. La acción de Belarmino se insertó en este contexto. De 1588 a 1594 fue primero padre espiritual de los estudiantes jesuitas del Colegio Romano, entre los cuales encontró y dirigió a san Luis Gonzaga, y después superior religioso. El Papa Clemente VIII lo nombró teólogo pontificio, consultor del Santo Oficio y rector del Colegio de los Penitenciarios de la basílica de San Pedro. Al bienio 1597–1598 se remonta su catecismo, Doctrina cristiana breve, que fue su trabajo más popular.
El 3 de marzo de 1599 fue creado cardenal por el Papa Clemente VIII y, el 18 de marzo de 1602, fue nombrado arzobispo de Capua. Recibió la ordenación episcopal el 21 de abril del mismo año. En los tres años en los que fue obispo diocesano, se distinguió por el celo de predicador en su catedral, por la visita que realizaba semanalmente a las parroquias, por los tres Sínodos diocesanos y un Concilio provincial que organizó. Después de participar en los cónclaves que eligieron Papas a León XI y Pablo V, fue llamado a Roma, donde fue miembro de las Congregaciones del Santo Oficio, del Índice, de los Ritos, de los Obispos y de la Propagación de la Fe. Asimismo, desempeñó encargos diplomáticos, ante la República de Venecia y ante Inglaterra, en defensa de los derechos de la Sede apostólica. En sus últimos años compuso varios libros de espiritualidad, en los que condensó el fruto de sus ejercicios espirituales anuales. De su lectura el pueblo cristiano obtiene todavía hoy gran edificación. Murió en Roma el 17 de septiembre de 1621. El Papa Pío XI lo beatificó en 1923, lo canonizó en 1930 y lo proclamó doctor de la Iglesia en 1931.
San Roberto Belarmino desempeñó un papel importante en la Iglesia de las últimas décadas del siglo XVI y de las primeras del siglo sucesivo. Sus Controversiae constituyen un punto de referencia todavía válido para la eclesiología católica sobre las cuestiones acerca de la Revelación, la naturaleza de la Iglesia, los sacramentos y la antropología teológica. En ellas aparece acentuado el aspecto institucional de la Iglesia, con motivo de los errores que entonces circulaban sobre esas cuestiones. Sin embargo, Belarmino aclaró también los aspectos invisibles de la Iglesia como Cuerpo místico y los ilustró con la analogía del cuerpo y del alma, a fin de describir la relación entre las riquezas interiores de la Iglesia y los aspectos exteriores que la hacen perceptible. En esta obra monumental, que trata de sistematizar las diversas controversias teológicas de la época, evita todo detalle polémico y agresivo respecto a las ideas de la Reforma, pero, utilizando los argumentos de la razón y de la Tradición de la Iglesia, ilustra de modo claro y eficaz la doctrina católica.
Sin embargo, su herencia está en el modo como concibió su trabajo. Las gravosas funciones de gobierno no le impidieron, de hecho, aspirar diariamente a la santidad con la fidelidad a las exigencias de su estado de religioso, sacerdote y obispo. De esta fidelidad deriva su compromiso en la predicación. Al ser, como sacerdote y obispo, ante todo un pastor de almas, sintió el deber de predicar asiduamente. Son centenares los sermones —las homilías— que pronunció en Flandes, en Roma, en Nápoles y en Capua con ocasión de las celebraciones litúrgicas. No menos abundantes son sus expositiones y sus explanationes a los párrocos, a las religiosas, a los estudiantes del Colegio Romano, que con frecuencia tienen por objeto la Sagrada Escritura, especialmente las cartas de san Pablo. Su predicación y sus catequesis presentan el mismo carácter de esencialidad que había aprendido de la educación ignaciana, toda ella dirigida a concentrar las fuerzas del alma en el Señor Jesús intensamente conocido, amado e imitado.
En los escritos de este hombre de gobierno se percibe con mucha claridad, aun en la discreción detrás de la cual oculta sus sentimientos, la primacía que asigna a las enseñanzas de Cristo. San Roberto Belarmino ofrece así un modelo de oración, alma de toda actividad: una oración que escucha la Palabra del Señor, que se sacia contemplando su grandeza, que no se repliega en sí misma, sino que se alegra de abandonarse a Dios. Un signo distintivo de la espiritualidad de Belarmino es la percepción viva y personal de la inmensa bondad de Dios, por lo que nuestro santo se sentía realmente hijo amado por Dios y era fuente de gran alegría recogerse, con serenidad y sencillez, en oración, en contemplación de Dios. En su libro De ascensione mentis in Deum —Elevación de la mente a Dios— compuesto según el esquema del Itinerarium de san Buenaventura, exclama: «Oh alma, tu modelo es Dios, belleza infinita, luz sin sombras, esplendor que supera el de la luna y el sol. Levanta los ojos a Dios, en el cual se encuentran los arquetipos de todas las cosas, y del cual, como de una fuente de infinita fecundidad, deriva esta variedad casi infinita de las cosas. Por tanto, debes concluir: quien encuentra a Dios lo encuentra todo, quien pierde a Dios lo pierde todo».
En este texto se escucha el eco de la célebre contemplatio ad amorem obtinendum —contemplación para alcanzar amor— de los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola. Belarmino, que vive en la fastuosa y a menudo malsana sociedad de finales del siglo XVI y comienzos del XVII, saca de esta contemplación aplicaciones prácticas y proyecta la situación de la Iglesia de su tiempo con profundo sentido pastoral. En el libro De arte bene moriendi —el arte de morir bien— por ejemplo, indica como norma segura de vivir bien, y también de morir bien, meditar con frecuencia y seriamente que habrá que dar cuentas a Dios de las propias acciones y del propio modo de vivir, y tratar de no acumular riquezas en esta tierra, sino de vivir con sencillez y con caridad para acumular bienes en el cielo. En el libro De gemitu columbae —el gemido de la paloma, donde la paloma representa a la Iglesia— llama con fuerza al clero y a todos los fieles a una reforma personal y concreta de la propia vida siguiendo lo que enseñan la Escritura y los santos, entre los cuales cita en particular a san Gregorio Nacianceno, san Juan Crisóstomo, san Jerónimo y san Agustín, así como a los grandes fundadores de Órdenes religiosas como san Benito, santo Domingo y san Francisco. Belarmino enseña con gran claridad y con el ejemplo de su vida que no puede haber auténtica reforma de la Iglesia si antes no tiene lugar nuestra reforma personal y la conversión de nuestro corazón.
De los Ejercicios espirituales de san Ignacio, Roberto Belarmino sacaba consejos para comunicar de modo profundo, incluso a los más sencillos, las bellezas de los misterios de la fe. Escribe: «Si tienes sabiduría, comprendes que eres creado para la gloria de Dios y para tu eterna salvación. Este es tu fin, este el centro de tu alma, este el tesoro de tu corazón. Por eso, considera auténtico bien para ti lo que te lleva a tu fin, y auténtico mal lo que te impide alcanzarlo. El sabio no debe ni buscar acontecimientos prósperos o adversos, riquezas y pobreza, salud y enfermedad, honores y ultrajes, vida y muerte, ni huir de ellos de por sí. Son buenos y deseables sólo si contribuyen a la gloria de Dios y a tu felicidad eterna; son malos y hay que huir de ellos si la obstaculizan» (De ascensione mentis in Deum, grad. 1).
Obviamente, estas palabras no pasan de moda; deberíamos meditarlas largamente a fin de orientar nuestro camino en esta tierra. Nos recuerdan que el fin de nuestra vida es el Señor, el Dios que se reveló en Jesucristo, en el cual él sigue llamándonos y prometiéndonos la comunión con él. También nos recuerdan la importancia de confiar en el Señor, de darlo todo en una vida fiel al Evangelio, de aceptar e iluminar con la fe y con la oración toda circunstancia y toda acción de nuestra vida, buscando siempre la unión con él. Amén.

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