sábado, 13 de octubre de 2012

Domingo XXVIII (ciclo b) - San Juan Crisótomo


El joven que se acerca a Jesús
Y he aquí que, acercándosele uno, le dijo:
" Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?"
(Mt 19,16 ss.)

Hay quienes hablan mal de este joven, como si hubiera sido un taimado y perverso que se acercó a Jesús para tentarle. Por mi parte, no tendría inconveniente en decir que fue avaro y estaba dominado por el dinero, puesto que Cristo mismo de­mostró que así era; pero en manera alguna taimado. Primero, porque no es cosa segura lanzarse a juzgar de lo incierto, ma­yormente tratándose de culpas; y, segundo, porque Marcos nos quita totalmente esa sospecha. Marcos dice, en efecto, que, corriendo hacia Jesús, se le postró y le suplicaba. Y que luego, dirigiéndole Jesús una mirada, le amó. Pero es muy grande la tiranía de la riqueza, y bien se ve por el hecho de que, aun siendo en todo lo demás virtuosos, ella sola lo echa todo a perder. Con razón, pues, la llamaba también Pablo la raíz le todos los males. Porque: Raíz—dice—de todos los males es la avaricia.  Ahora bien, ¿por qué le respondió Cristo, dicien­do: Nadie hay bueno? Porque como el otro le miraba como a puro hombre, como a uno de tantos, como a simple maestro judío, también el Señor habla con él como hombre. En rea­lidad, en muchas ocasiones vemos que Jesús responde de acuerdo con las ideas de sus interlocutores, como cuando dice: Nosotros adoramos lo que sabemos. Y: Si yo, doy testimonio acerca de mí mismo, mi testimonio no es verda­dero. Así, pues, al decir ahora: Nadie es bueno, no se ex­cluye a sí mismo de ser bueno, ni mucho menos. Porque no dijo: "¿A qué me llaman bueno? Yo no soy bueno", sino: Nadie es bueno, es decir, nadie entre los hombres. Y aun, al decir esto, no pretende negar absolutamente la bondad de los hombres, sino sólo en parangón con la bondad de Dios. De ahí lo que añade: Sino sólo uno: Dios. Y no dijo: "Sino sólo mi Padre", por que nos demos cuenta que no se quiso revelar a este joven. Por modo semejante había anteriormente llamado malos a los hombres, diciendo: Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos._ Y tampoco en este pasaje llamó malos a los hombres porque quisiera condenar la maldad de toda la naturaleza humana (dice "vosotros", no todos los hombres), sino que, en comparación de la bondad de Dios, bien pudo llamar malos a los hombres. De ahí que también aquí añadió: ¡Cuánto más vuestro Padre dará bienes a quienes se los pidan! Mas ¿qué interés, qué utilidad tenía —me dirás en responder así a aquel joven? —Es que que­ría levantarlo poco a poco y enseñarle a huir de toda adu­lación y desprenderle de la tierra y unirlo a Dios; quería, en fin, persuadirle a buscar lo venidero y saber quién es el verdaderamente bueno y raíz y fuente de todos los bienes y que a Él refiriera todo el honor. Lo mismo cuando dice: No llaméis a nadie maestro sobre la tierra, lo dice en parangón con Él y porque se den cuenta quién es el principio primero de todos los seres.       
    

El joven se acerca al Señor con noble intención
Por lo demás, nos dio aquel joven pruebas de pequeño fer­vor, siquiera de momento, por el solo hecho de tener aquel deseo. Cuando de los otros, unos iban a tentar al Señor, otros sólo le pedían curaciones o de sus propias enfermedades o de las de sus familiares, sólo él se le acercó a preguntarle sobre la vida eterna. La tierra era realmente blanda y feraz, pero la muchedumbre de espinas ahogaba la semilla. Considerad, si no, qué bien preparado se presentaba de pronto para obedecer a lo que se le mandara. Porque: ¿Qué tengo que hacer —  dice —   ­para heredar la vida eterna? Tan animoso se sentía para cum­plir lo que se le dijera. Ahora bien, si se hubiera acercado para tentar al Señor, nos lo hubiera manifestado el evangelista, como lo hace en otras ocasiones, por ejemplo, cuando el doctor de la ley. Y aun cuando el evangelista lo hubiera callado, Cristo no le hubiera consentido al joven obrar a escondidas, sino que le habría claramente confundido o, por lo menos, aludido a sus intentos, por que no se figurara que engañaba y no se le descubría, lo que hubiera redundado en su propio daño. Por otra parte, si hubiera ido a tentarle, no se habría retirado triste al oír la respuesta del Señor. Por lo menos; no sabemos de fariseo ninguno que sintiera tristeza semejante. Todos, al tapárseles la boca, se retiraban enfurecidos. No así éste, que: se va triste. Lo cual no es pequeña señal de que no se acercó al Señor con mala intención, sí con alma débil. Desea, cierto, la vida eterna, pero se siente dominado por otra pasión más fuerte. Como quiera, Cristo le respondió: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. Y el joven le dice: ¿Qué manda­mientos? Con lo que no intenta tentarle, ni mucho menos. Lo que pasa es que se imagina han de ser otros, distintos de los de la ley, los mandamientos que han de conducirle a la vida. Señal de que su deseo era muy ardiente. Luego le recitó Jesús los mandamientos de la ley, a lo que el otro le dijo: Todo eso lo he guardado desde mi juventud. Y ni siquiera ahí se detuvo, sino que siguió preguntando: ¿Qué me falta todavía? Lo cual era otra señal de su vehemente deseo. Y no era poco pensar que aún le faltaba algo y no creer que bastaba lo dicho para alcanzar lo que deseaba. ¿Qué responde ahora Cristo? Como iba a mandarle algo grande, pone por delante los premios y dice: Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme.

Los premios que el Señor promete al joven que le quiere seguir
Mirad cuántos premios, cuántas coronas propone el Se­ñor para este estadio. Ahora bien, si el joven hubiera querido tentarle, Jesús no le hubiera dicho eso. Pero lo cierto es que se lo dice, y, con el fin de atraérselo, no sólo le muestra la grande recompensa que le espera, sino que lo deja todo a su libre determinación, dejando por todos esos modos en la pe­numbra lo que de pesado parecía contener su invitación. De ahí que antes de hablarle del trabajo y combate, ya le señala el premio, diciéndole: Si quieres ser perfecto. Y entonces es cuando añade: Vende tus bienes y dalos a los pobres. E inme­diatamente vuelve a los premios: Y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme. A la verdad, también el seguirle era una grande recompensa. Y tendrás un tesoro en el cielo. Como la cuestión giraba en torno a las riquezas y le mandaba des­prenderse de todas, para hacerle ver que no se le quitaba lo que tenia, sino que más bien se le acrecentaba, el Señor le dio más de lo que le mandaba dejar. Y no sólo más, sino cosas tanto mayores cuanto va del cielo a la tierra, y aún más. Y lo llamó tesoro para significar la abundancia de la recompensa y, a par, lo seguro, lo inviolable que estaba, en cuanto todo ello podía declararse a su joven oyente por comparación con lo humano.

El joven se retira triste
No basta, pues, con despreciar las riquezas, sino que hay también que alimentar a los pobres, y principalmente hay que seguir a Cristo, es decir, hacer cuanto Él nos ha mandado: estar dispuestos a derramar la sangre y soportar la muerte co­tidiana. Porque: Si alguno—dice—quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame'. Este Mandamien­to, el de estar siempre preparados a derramar nuestra sangre, es mayor que el otro de tirar nuestras riquezas. Sin embargo, el desprendimiento de ellas no contribuye poco a estar dispuestos a derramar también la sangre. Mas, oído que lo oyó el joven, se marchó triste. Y el evangelista, como si quisiera explicarnos que nada había en ello de sorprendente, dice: Porque tenía muchos bienes. Y, en efecto, no se sienten por modo igual dominados por la riqueza los que poco tienen que los que nadan en la opulencia. En este caso el amor al dinero es más tiránico. Es lo que yo no me canso de repetir: el acrecentamiento de los ingresos no hace sino encender más el fuego, y cuanto mayor es la riqueza, más pobre es el que la posee, pues más vivamente ansía lo que le falta. Mirad, por ejemplo, en este caso la fuerza que demostró esa pasión. El que con tanta alegría y fervor se había acercado a Cristo, apenas oyó que éste le mandaba dejar sus riquezas, de tal modo le hundió su amor a ellas y tanto pesaron sobre él, que no le dejaron fuerzas ni para responder sobre ello al Señor. Silencioso, cabizbajo y triste, se alejó de su presencia.

El camello por el ojo de la aguja
¿Qué dice a esto Cristo? ¡Qué difícilmente entrarán los ricos en el reino de los cielos' Lo cual no es hablar contra las riquezas, sino contra los que se dejan dominar por ellas. Ahora bien, si los ricos entrarán con dificultad en el reino de los cie­los, con mayor dificultad entrarán los avaros. Porque, si no dar de lo propio es obstáculo para entrar en el reino de los cielos, considerad el fuego que amontona quien encima toma lo ajeno. —Mas ¿qué razón tenia el Señor para decirles a sus discípulos que difícilmente entraría un rico en el reino de los cielos, cuando ellos eran todos pobres y nada poseían? —Es que quería enseñarles a no avergonzarse de la pobreza y casi, casi justificarse Él mismo de no permitirles poseer nada. Ahora, pues, ya que dijo que era difícil entrar un rico en el reino de los cielos, sigue más adelante y hace ver que es imposible, y no como quiera imposible, sino por todo extremo imposible, como bien lo puso de manifiesto por el ejemplo de que se vale, es decir, el del camello y la aguja. Porque: Más fácil es — dice­ — que un camello entre por el ojo de una aguja que no que un rico entre en el reino de los cielos. De donde se sigue que no será como quiera el premio de aquellos ricos que han sido ca­paces de vivir filosóficamente. Por eso dijo el Señor que eso era obra de Dios, que es decir la grande gracia de que necesita quien haya de llevar a cabo esa hazaña. Y es así que, como los discípulos se sintieran turbados por sus palabras, dijo: Para los hombres, eso es imposible; pero para Dios, todas las cosas son posibles. — ¿Y por qué se turban los discípulos, si ellos eran pobres y por extremo pobres? ¿A qué inquietarse ellos? — Se duelen por la salvación de los otros: primero. Porque ya tie­nen grande amor para con todos, y luego porque se sienten ya con entrañas de maestros. Lo cierto es que de tal modo temían y temblaban por la tierra entera ante esta sentencia del Señor, que realmente necesitaban de particular consuelo. Por eso, después de dirigirles su mirada, les dijo Jesús: Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios. Después de consolarlos con su blanda y mansa mirada y disipar su angustia—eso quiere decir el evangelista al escribir: Después de ha­berlos mirado, los levanta también con sus palabras, adu­ciéndoles la omnipotencia de Dios, y volviéndoles así la con­fianza. Ahora, si queréis saber el modo como eso es posible, seguid escuchándome. Porque si dijo el Señor: Lo imposible para los hombres es posible para Dios, no fue para que os desalentarais y, como de empresa imposible, os alejarais de ello, sino para que, considerando la grandeza de la obra, salta­rais más fácilmente a ella y, con la invocación de la ayuda de Dios, alcancéis tan altos premios y la vida eterna.

El premio a la pobreza
— ¿Cómo puede, pues, ser eso posible? —Desprendiéndose de lo que se tiene, renunciando al dinero, apartándose de toda codicia mala. No todo en esta obra ha de atribuirse a Dios, y si el Señor habló así, fue para hacernos ver la grandeza de la hazaña a que nos invita. Escuchad en prueba de ello lo que sigue. Como Pedro le hubiera dicho muy resueltamente.: Mira que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, y le preguntara: ¿Qué habrá, pues, para nosotros?, el Señor, des­pués de señalarles su paga, prosiguió: Y todo el que dejare casas, o campos, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, re­cibirá ciento por uno en este tiempo y heredará la vida eterna. De este modo lo imposible se hace posible. —Pero ¿cómo—me dirás—puede realizarse el abandono mismo de la riqueza? ¿Có­mo es posible que quien una vez se ha visto envuelto en esa codicia lo soporte? —Empezando por desprenderse de lo que tiene, y en esto, empezando a su vez por cortar lo superfluo. De este modo, irá adelantando más y más y correrá con más facilidad lo restante. No pretendas hacer todo de un golpe, no. Si de golpe te parece difícil, sube poco a poco esta escalera que ha de conducirte al cielo. Los que sufren alta fiebre o tie­nen dentro abundante bilis amarga, si ingieren alimento o bebida, no sólo no apagan su sed, sino que encienden más y más su ardor. Así los que aman el dinero, si sobre esta mala codicia,  y más amarga que las bilis del enfermo, arrojan más dinero, no hacen sino encender más y más su codicia. Para calmarla, no hay como abstenerse por un tiempo de toda ganancia, como para; calmar la bilis amarga no hay como comer poco y eva­cuar de vientre. Mas esto mismo, ¿cómo conseguirlo? Conside­rando que, siendo rico, jamás se calmará tu sed de riquezas, siempre estarás consumido por la codicia de tener más; mas si te desprendes de lo que tienes, podrás detener también esta enfermedad. No amontones, pues, más y más, no sea que vayas corriendo tras lo inasible, y tu enfermedad se haga incurable y, sufriendo de esa rabia, seas el, hombre más miserable. Respón­deme, en efecto: ¿Quién diríamos que es atormentado y sufre: el que desea ardientemente comidas y bebidas preciosas y no puede gozar de ellas como quiere, o el que, no conozca seme­jante deseo? Es evidente que el que desea y no puede tener lo que desea. Es, efectivamente, tan doloroso desear y no gozar de lo que se desea, tener sed y no beber, que, queriendo Cristo describirnos el infierno, nos lo describe por ese tormento y nos presenta al rico glotón abrasado de ese modo. Su tormento era justamente desear una gota de agua y no lograrla. Luego el que desprecia las riquezas, calma su pasión; pero el que busca enriquecerse y acrecentar más y más lo que tiene, no hace sino encenderla más y jamás se detiene. Si gana mil talentos, desea otros tantos; si éstos consigue, luego codiciará dos veces más: y, avanzando más y más, querrá que los montes, la tierra y el mar y todas las cosas se le conviertan en oro. ¡Nueva y es­pantosa locura y que ya no hay medio de detener! Comprende que, no añadiendo, sino quitando, es posible contener ese mal. Si te viniera el absurdo deseo de volar y andarte por esos aires, ¿cómo extinguirías ese absurdo deseo: entreteniéndote en fabricarte alas y preparar otros aprestos de vuelo, o persuadien­do a tu razón que su deseo es imposible y que no hay que in­tentar empresas semejantes? Evidentemente, persuadiendo de ello a tu razón. —Pero es que aquí—me dices—se trata de algo imposible. —Pues más imposible todavía resulta poner un lími­te a la codicia. Porque más fácil es que los hombres vuelen que no, añadiendo dinero, matar el amor al dinero. Cuando se desea algo posible, posible es calmar el deseo cuando se logra; mas cuando se desea lo imposible, no hay otro remedio que apartarnos de semejante deseo, pues no cabe recuperar de otro modo nuestra alma. No suframos, pues, inútiles dolores; deje­mos ese amor a las riquezas que nos pone en rabia continua y no sufre calmarse ni un momento; anclemos el corazón en otro amor capaz de hacernos felices y que es además por extremo fácil: deseemos los tesoros del cielo. Aquí no es tan grande el trabajo, la ganancia es indecible y, por poco que vigilemos y estemos alerta y despreciemos lo presente, no cabe que los per­damos; así como quien es esclavo de los tesoros de la tienda y se dejó una vez encadenar por ellos es de toda necesidad forzoso que un día los pierda

La codicia, fuente de males y pecados
Considerando todo esto, desecha de ti la perversa codi­cia de riquezas. Porque ni siquiera puedes decir que, si te priva de los bienes venideros, por lo menos te procura los pre­sentes. A la verdad, si así fuera, ello sería el supremo castigo y suplicio. Mas lo cierto es que ni eso se cumple. No. Aparte del infierno, y aun antes del infierno, aquí también te lleva al más duro suplicio. Cuántas casas, en efecto, no ha trastornado la codicia, cuántas guerras no ha encendido, a cuántos no ha obligado a poner término violento a su vida! Y aun antes de esos peligros, la codicia destruye toda nobleza de alma y hace muchas veces, a quien ella domina, esclavo, cobarde, atrevido, embustero, sicofanta, ladrón, tacaño y cuanto de más bajo pue­da imaginarse. Mas tal vez te quedas como enhechizado al con­templar el brillo de la plata, la muchedumbre de los (esclavos, la' hermosura de los edificios, la pleitesía que se rinde a los ricos en plena ágora. ¿Qué remedio, pues, cabe para una herida tan grave como ésa? —Que consideres cómo dejan esas cosas a tu alma: qué tenebrosa, qué solitaria, qué fea, qué deforme. Que reflexiones, a costa de cuántos males adquiriste todo eso; con cuántos trabajos, con cuántos peligros lo guardas. Y, a de­cir verdad, ni siquiera lo guardas hasta el fin. Porque, si logras burlar los asaltos de todo el mundo, viene por fin la muerte, y muchas veces tus riquezas pasarán a manos de tus mismos enemigos, y a ti se te llevará solo, sin que lleves otra cosa contigo sino las heridas que se hizo tu alma justamente con aquellas riquezas. Cuando veas, pues, a alguien que brilla extremadamen­te por sus vestidos y por su numerosa escolta, despliega su con­ciencia, y la verás por dentro llena de telas de araña, llena de mucho polvo. Piensa en Pedro y Pablo. Piensa en Juan y en Elías. Piensa más bien en el Hijo mismo de Dios, que no tenía dónde reclinar su cabeza. Imítale a Él, imita a los que fueron siervos suyos y represéntate la inefable riqueza que éstos consi­guieron. Mas si, después de recobrar un poco tu vista por estas consideraciones, nuevamente te ves entre tinieblas, como en un naufragio al estallar violenta tormenta, escucha entonces la sen­tencia de Cristo, que dice ser imposible que un rico entre en el reino de los cielos. Junto a esta sentencia del Señor, pon las montañas, la tierra y el mar; haz, si te place, que todo eso se te convierta por el pensamiento en oro, y nada hallarás com­parable al daño que de ello se había de seguir. Tú me hablarás de tantas y tantas huebras de tierra, de diez, de veinte, de más de veinte casas, de otros tantos baños, de mil esclavos, de dos mil si te place; de coches forrados de oro y plata; yo por mi parte te digo que si, dejando toda esa miseria—pues miseria es para lo que voy a decir—, cada uno de vosotros, los ricos, poseyerais el mundo entero; si fuerais señores de tantos hombres como ahora hay en la tierra, en el mar, en el universo entero; si fuera vuestra la tierra y el mar y tuvierais en todas partes edificios y ciudades y provincias, y de todas partes os manara oro en lugar del agua de las fuentes; si con todo eso perdíais el reino de los cielos, yo no daría tres óbolos por toda vuestra riqueza. Porque si ahora los que codician esas riquezas perecederas así son atormentados cuando no las consiguen, ¿qué consuelo tendrán cuando se den cuenta de haber perdido aque­llos bienes inefables? Ninguno absolutamente. No me hables, pues, de la abundancia de riquezas. Considera más bien el daño que sufren los amadores de ellas, pues por ellas pierden el cielo. Es como si uno que ha perdido un máximo honor en el palacio imperial, luego se enorgulleciera de poseer un montón de estiércol. No es ciertamente mejor un montón de dinero, o, por mejor decir, más vale el estiércol que el dinero. El estiércol vale por lo menos para abonar las tierras, y para calentar los baños, y para otras cosas por el estilo; mas el oro escondido bajo tierra, para nada de eso vale. ¡Y ojalá fuera sólo inútil! Pero lo cierto es que enciende muchos hornos contra el que lo posee, si no usa de él como es debido, y de él nacen infinitos males. De ahí que los escritores profanos llamaron a la codicia la ciudadela, y el bienaventurado Pablo, mejor y más expresi­vamente, la raíz de todos los males.

Exhortación final: emulemos lo digno de emulación
Considerando, pues, todas estas cosas, sepamos emular lo digno de emulación: no los espléndidos edificios, no los pin­gües campos, sino a los hombres que ganaron inmenso crédito delante de Dios, a los que son ricos en el cielo, a los que son dueños de aquellos tesoros, a los que son verdaderamente ricos, a los pobres por amor de Cristo. Así alcanzaremos los bienes eternos, por la gracia y amor de nuestro Señor Jesucristo, con quien sea Padre y al Espíritu Santo gloria, poder, honor y adoración ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén

(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre San Mateo, Homilía 63, Ed. BAC, Madrid, 1966, pp. 303-316)

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