sábado, 16 de febrero de 2013

Domingo I de cuaresma (ciclo c) - San Ambrosio

En Cristo fuimos todos tentados,
y en Cristo todos hemos triunfado
(Lc 4, 1-15)

 Jesús, pues, lleno del Espíritu Santo, es conducido al desierto intencionadamente, con el fin de provocar al diablo mis­teriosamente —pues si éste no hubiera combatido, el Señor no hubiera vencido por mí—, para librar a este Adán del destierro; como prueba y demostración de que el diablo tiene envidia de los que se esfuerzan en ser mejores, y por eso se ha de ser preca­vidos, no sea que la flaqueza del alma traicione la gracia del misterio.
Cuarenta días: reconoce que se trata de un número mis­terioso. Como lo recuerdas, es el número de días en los cuales se derramaron las aguas de los abismos, que fue santificado por el ayuno de otros tantos días del profeta en favor de un cielo se­reno (1 Reg 19,8); por un ayuno de igual número de días me­reció Moisés recibir la Ley; es el número de años en que nuestros padres, viviendo en el desierto, obtuvieron el pan de los ángeles y el beneficio de una comida celeste, y hasta que no se cumplió el tiempo señalado por este número misterioso no merecieron entrar en la tierra prometida; no es extraño que, después de esos días del ayuno del Señor, se nos manifieste a nosotros la entrada del Evangelio. Luego, si alguno desea alcanzar la gloria del Evan­gelio y el fruto de la resurrección, no debe sustraerse a este ayuno misterioso, que Moisés en la Ley y Cristo en el Evangelio nos muestran, por la autoridad de los dos Testamentos, ser la prueba auténtica de la virtud.

Más ¿con qué fin ha escrito el evangelista que el Señor tuvo hambre, siendo así que en el ayuno de Moisés y de Elías no encontramos ninguna indicación en este sentido? ¿Es que la pa­ciencia de los hombres sería más valerosa que la de Dios? Más Aquel que no ha podido tener hambre durante cuarenta días ha mostrado que Él tenía hambre, no de la comida corporal, sino de salvación, al mismo tiempo que acosaba al adversario ya temeroso, al cual el ayuno de cuarenta días lo había herido. De este modo, el hambre del Señor es una piadosa trampa: el diablo, te­miendo en El una superioridad, estaba precavido: engañado a la vista de su hambre, va a tentarle como a un hombre, para que no se impidiese el triunfo. Aprende al mismo tiempo este misterio: es obra del Espíritu Santo, juicio de Dios, que Cristo sea expuesto al diablo para ser tentado.
Y el diablo le dijo: Si tú eres el Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan.
Conocemos que existen tres dardos principales con los cuales el diablo acostumbra a armarse para herir al alma humana: uno la gula, otro la vanidad y el tercero la ambición. Por eso él comienza, por donde ya venció: Por eso comienzo a vencer en Cristo por donde yo he sido vencido en Adán, ya que Cristo, imagen del Padre, es mi modelo de virtud. Aprendamos, pues, nosotros a guardarnos de la gula, de la sensualidad, pues es un dardo del diablo. El lazo se tiende cuando se adereza la mesa de un festín real, que con frecuencia hace aflojar la constancia del alma. Pues no sólo cuando oímos las palabras del diablo, sino también cuando vemos sus riquezas, debemos evitar su lazo. Has reconocido el dardo del diablo; toma el escudo de la fe (Eph 6, 16) y la coraza de la abstinencia.
Mas ¿qué significa esta entrada en materia: Si tú eres el Hijo de Dios, sino que él sabía que el Hijo de Dios había de venir? Pero no pensaba que hubiese venido en la debilidad de este cuerpo. Por una parte sondea, por otra tienta; alardea de creer en Dios y se esfuerza por engañar al hombre.
Pero observa las armas de Cristo, gracias a las cuales El ha triunfado por ti, no por El. Pues ha mostrado que su poder podría cambiar las piedras en pan, cuando ha transformado otra naturaleza; más te enseña que no hay que obrar al arbitrio del diablo, ni siquiera para mostrar tu fuerza. Aprende al mismo tiempo, en esta misma tentación, la artificiosa habilidad del dia­blo: tienta para sondear, y sondea para tentar. A su vez, el Se­ñor le burla para vencerle, y le vence para burlarle. Pues, si transformase la naturaleza, traicionaría al Creador. Por eso le da una respuesta evasiva al decir: Está escrito que el hombre no sólo vive de pan sino de toda palabra de Dios.
Ves qué clase de armas emplea para defender al hom­bre contra los asaltos del espíritu perverso fortificándole y guar­neciéndole contra las tentaciones de la gula. No usa, como Dios, de su poder — ¿para qué me aprovecharía?—, más, como hombre, se busca una ayuda común, para que, ocupado en alimentarse de la lectura divina hasta olvidar el hambre corporal, adquiera el alimento de la palabra celestial. Ocupado de esta forma, Moi­sés no ha deseado el pan; ocupado de esta forma, Elías no ha sentido el hambre de un ayuno prolongado. Pues no es posible a quien sigue al Verbo desear el pan de la tierra, cuando ha reci­bido la sustancia del pan del cielo —sin duda alguna es prefe­rible a lo humano lo divino, a lo corporal lo espiritual—; por eso, el que desea la vida verdadera espera este pan, que, por su sustancia invisible, robustece el corazón de los hombres (Ps 103, 15). Al mismo tiempo, cuando dice: El hombre no vive solamente de pan, muestra que es el hombre el que ha sido tentado, es de­cir, el que ha pagado por nosotros, y no ni divinidad.
Viene en seguida la flecha de la vanidad, en la cual se cae fácilmente, porque, deseando los hombres hacer alardes de su virtud, abandonan su puesto, el lugar de sus méritos. Y le con­dujo, se dice, a Jerusalén, y lo colocó sobre el pináculo del templo.
Tal es el efecto de la vanidad: cuando cree uno elevar­se más alto, el deseo de hacer acciones brillantes lo precipita a los abismos.
Y él le dijo: Si eres el Hijo de Dios, échate de aquí abajo. ¡Palabra verdaderamente diabólica, que se esfuerza por pre­cipitar al alma humana del lugar donde la han elevado sus mé­ritos!, pues, ¿hay cosa más propia del diablo que aconsejar echar­se abajo?
Aprende también aquí a vencer al diablo. El Espíritu te guía, sigue al Espíritu. No te dejes llevar por los atractivos de la carne; lleno del Espíritu, aprende a despreciar los placeres; ayuna si quieres vencer. Es normal que el diablo piense tentarte por un hombre; Cristo, siendo más fuerte, es tentado de frente, tú por un hombre. Es la palabra del diablo cuando un hombre te dice: “Eres fuerte: come y bebe, y permanecerás el mismo.” No te fíes de ti mismo; no te avergüences de tener necesidad de auxilios que Cristo no necesitó y, sin embargo, no descuidó, a fin de enseñarte por estas palabras: Guardaos, no sea que se ape­guen vuestros corazones con la glotonería y la borrachera (Lc 21, 34). No se avergonzó Pablo, que dijo: Yo, pues, así corro, no como a la ventura; así lucho en el pugilato, no como quien da en el aire, sino que abofeteo mi cuerpo y lo reduzco a la esclavi­tud, no sea que, después de pregonar el premio para otros, quede yo descalificado (1 Cor 9,26-27).
Al mismo tiempo muestra el diablo su debilidad y su malicia, pues no puede dañar sino a quien se precipita a sí mis­mo. Quien renuncia al cielo para escoger la tierra, deliberada­mente hace caer su vida en una especie de precipicio. En este momento, al ver el diablo su dardo embotado, que había some­tido a todos los hombres a su poder, comenzó a pensar que allí había algo más que un hombre. Pero una vez más el Señor pien­sa que no debe obrar al arbitrio del diablo lo que de El mismo había sido profetizado, pero sale al paso de sus artificios con la autoridad de la propia divinidad; de modo que el que alegaba ejemplos de la Escritura sería vencido por la misma Escritura. Pues Dios tiene el poder de vencer, más la Escritura triunfa por mí “.
Aprende aquí también que Satanás se transfigura en án­gel de luz (2 Cor 11,14) y con frecuencia se sirve de las Escri­turas divinas para tender lazos a los fieles. De este modo, él hace los herejes, debilita la fe y ataca los derechos de la piedad. No seas seducido por el hereje, porque pueda tomar algunos argu­mentos de la Escritura; y que no se vanaglorie de que parece docto. También el diablo usa testimonios de las Escrituras, no para enseñar, sino para envolver y engañar. Ha reconocido que uno se aplica a la religión, que es honrado por sus virtudes, po­deroso en milagros y en obras: le tiende el lazo de la vanidad para inflar a este hombre con el orgullo, de suerte que no se confíe en la piedad, sino en su vanidad, y en lugar de atribuir a Dios el bien, se da a sí el honor. Por eso los apóstoles im­peraban a los demonios, no en su nombre, sino en el de Cristo, para que no pareciera que se atribuían alguna cosa. De este modo Pedro cura al paralítico, diciendo: En el nombre de Jesús de Nazaret, levántate y anda (Act 3,6). Aprende también de Pa­blo a huir de la vanidad: Y sé de tal hombre —si en el cuerpo o si separadamente del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe— que fue arrebatado al paraíso, y oyó palabras inefables que no es conce­dido al hombre hablar. Por lo que toca a este tal, me gloriaré; mas lo que toca a mí mismo, no me gloriaré sino en las flaquezas (2 Cor 12,3-5).
Una vez más el diablo, habiendo reconocido a un fuer­te, pone en juego la vanidad, que engaña aun a los fuertes; más el Señor le responde: No tentarás al Señor tu Dios. Por donde puedes conocer que Cristo es Señor y Dios, y que el Padre y el Hijo no son sino un solo poder, según está escrito: El Padre yo somos uno (lo 10,30). Y por eso, si el diablo se acerca a este uno”, exponle que está escrito: “Yo y mi Padre somos uno”, y resalta el “uno” de modo que no dividas el poder; y resalta el “uno” sin separar el Padre y el Hijo”.
Y el diablo le condujo todavía a una montaña muy ele­vada, y le mostró todos los reinos del universo en el espacio de un instante.
Rectamente en el espacio de un instante son mostradas las cosas del siglo y de la tierra; pues no indica tanto la rapidez de la visión cuanto la fragilidad de un poder caduco: todo pasa en un instante, y, con frecuencia, los honores del mundo se van antes de que lleguen. ¿Qué puede haber en el siglo de larga duración, cuando los mismos siglos no duran largamente? Esto nos enseña a despreciar el soplo de una vana ambición, atendido que toda dignidad secular está sujeta al poder del diablo “, frágil para quien la usa y vana para el fruto.
Mas ¿cómo es que aquí da el poder el diablo, cuando lees en otro lugar que todo poder viene de Dios? (Rom 13,1). ¿Es que se puede servir a dos señores y de los dos recibir el poder? ¿No hay aquí una contradicción? De ninguna manera. Más ve que todo viene de Dios. Pues sin Dios no hay mundo, ya que el mundo ha sido hecho por El (Jn 1,10); pero, aunque hecho por Dios, sus obras son malas, pues el mundo todo está bajo el maligno (1 Jn 5,19); la ordenación del mundo es de Dios, las obras del mundo son del malo. De este modo, la ins­titución de los poderes viene de Dios; la ambición del poder, del maligno. Así también, no hay poder, dice, que no venga de Dios; aquellos que existen han sido instituidos por Dios: no da­dos, sino instituidos; y el que resiste al poder, dice, resiste a la institución, de Dios (Rom 13,1). Igualmente, aunque el diablo diga que da el poder, no rechaza que todo le ha sido dejado por un tiempo solamente. El que lo ha dejado, lo ha ordenado, y el poder no es malo, sino el que usa mal del poder. También, ¿quie­res vivir sin temor a la autoridad? Haz el bien y tendrás su apro­bación (Rom 13,3). No es malo el poder, sino la ambición. Por lo demás, la institución de la autoridad viene de tal forma de Dios, que el que usa bien de ella se convierte en ministro de Dios: Es ministro de Dios para el bien (Rom 13,4). No hay, pues, culpa alguna en el ministerio, sino en el ministro; no puede desagradar la institución divina, sino el que la administra. Si, pasando del cielo a la tierra, por poner un ejemplo, un empera­dor da honores y recibe la gloria: si alguno usa mal esos honores, no tiene culpa de ello el emperador, sino el juez; cada crimen tiene su reo, y esto no es debido a la autoridad que tiene, sino al servicio que ha hecho de ella.
¿Qué diremos, pues? ¿Es bueno usar de la autoridad, buscar honores? Es bueno recibirlos, no arrebatarlos. Hay que distinguir también este mismo bien: uno es el buen uso según el mundo, y otro el uso perfectamente virtuoso; pues el bien es que el deseo de conocer la divinidad no sea impedido por nin­guna ocupación. Es cierto que hay muchos bienes, pero una sola es la vida eterna: Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo (Jn 17,3). Tam­bién porque la vida eterna es el mayor fruto y sólo Dios es el remunerador de la vida eterna. Adoremos, por lo mismo, a solo Dios, y sólo a El sirvamos, a fin de que El solo nos dé en re­compensa el fruto más abundante; huyamos de todo lo que está cometido al poder del diablo, porque, como perverso tirano, ejer­ce cruelmente el poder que ha recibido sobre los que encuentra en su reino.
La autoridad no viene del diablo, pero está expuesta a las insidias del diablo. No se sigue, por lo mismo, que la institu­ción de la autoridad sea mala, porque esté expuesta al mal; es buena cosa buscar a Dios, pero en esa búsqueda puede uno desviarse y errar: si el que busca se inclina hacia el sacrilegio por una interpretación tortuosa, tiene peores resultados para él la búsqueda que si no la hiciese. Sin embargo, no está la falta en la búsqueda, sino en el buscador, y no es la búsqueda la que ex­pone al mal, sino las disposiciones del buscador. Luego, si el que busca a Dios frecuentemente se halla tentado por la flaqueza de la carne y la limitación de la inteligencia, ¿cuánto más estará expuesto a esto el que busca al mundo? El gran daño de la am­bición es que se hace menesterosa para alcanzar dignidades; con frecuencia, aquellos a quienes ningún vicio ha podido vencer, ni siquiera la lujuria o la avaricia, los ha hecho criminales la ambición. Procura el favor de los de fuera, el peligro de los de dentro, y, para dominar a los demás, comienza por ser esclavo; prodiga las reverencias para recibir los honores y, queriendo es­tar en la cumbre, se humilla; porque en el poder lo que cuenta es ahuyentar; se hace la ley a las leyes, se hace uno a sí mismo esclavo.
Se dirá tal vez que sólo el que ha hecho el mal es el que teme. Sin embargo, el que navega teme naufragar, y, por el contrario, cuando está en tierra firme, no tiene tal temor; mas, si se embarca sobre el elemento movible, se expone a peligros más frecuentes. Huye, pues, del mar del mundo y no temerás el naufragio. Aunque a veces la copa de los árboles es sacudida fuer­temente por al vendaval, sin embargo, no caen al suelo por la solidez de sus raíces; más cuando el viento huracanado sopla en el mar, si no todos naufragan, todos al menos están en peli­gro. Del mismo modo, contra el viento de los espíritus perversos nadie está firmemente asegurado en la arena (Mt 7,27) o en el mar, y “el viento solano hace pedazos las naves de Tarsis” (Ps 47,8). Esto en orden al sentido moral. 
(SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (1) nº 14-32, BAC, Madrid, 1966, pp. 195-204)

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