sábado, 9 de marzo de 2013

Domingo IV de cuaresma (ciclo c) Juan Pablo II (2)

 DE LA HOMILÍA
DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II
Domingo 16 de marzo de 1980

          2. Hoy, IV domingo de Cuaresma, la Iglesia, mediante la liturgia, quiere dirigirnos una llamada firme a la reconciliación con Dios. El Evangelio nos la presenta , como actitud fundamental, como contenido primario de nuestra vida de fe. En este tiempo especial para el espíritu, como es el cuaresmal, la invitación a la reconciliación debe resonar con fuerza particular en nuestros corazones y en nuestras conciencias. Si somos verdaderamente discípulos y confesores de Cristo, que ha reconciliado al hombre con Dios, no podemos vivir sin buscar, por nuestra parte, esta reconciliación interior. No podemos permanecer en el pecado y no esforzarnos para encontrar el camino que lleva a la casa del Padre, que siempre está esperando nuestro retorno.
          En el curso de la Cuaresma, la Iglesia nos llama a la búsqueda de este camino: "Por Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios" (2 Cor 5, 20). Sólo reconciliándonos con Dios en nombre de Cristo, podemos gustar "qué bueno es el Señor" (Sal 33 [34], 9), comprobándolo, por decirlo así, experimentalmente.
          No hablan de la severidad de Dios los confesonarios esparcidos por el mundo, en los cuales los hombres manifiestan los propios pecados, sino más bien de su bondad misericordiosa. Y cuantos se acercan al confesonario, a veces después de muchos años y con el peso de pecados graves, en el momento de alejarse de él, encuentran el alivio deseado; encuentran la alegría y la serenidad de la conciencia, que fuera de la confesión no podrán encontrar en otra parte. Efectivamente, nadie tiene el poder de librarnos de nuestros pecados, sino sólo Dios. Y el hombre que consigue esta remisión, recibe la gracia de una vida nueva del espíritu, que sólo, Dios puede concederle en su infinita bondad.
          "Si el afligido invoca al Señor, El lo escucha y lo salva de sus angustias"' (Sal 33 [54], 7).
          3. Por medio de la parábola del hijo pródigo, el Señor ha querido grabar y profundizar esta verdad, espléndida y riquísima, no sólo en nuestro entendimiento, sino también en nuestra imaginación, en nuestro corazón y en nuestra conciencia. Cuántos hombres en el curso de los siglos, cuántos de los de nuestro tiempo pueden encontrar en esta parábola los rasgos fundamentales de propia historia personal. Son tres los momentos clave en la historia de ese hijo, con el que se identifica, en cierto sentido, cada uno de nosotros, cuando se da al pecado.
          Primer momento: El  alejamiento. Nos alejamos de Dios, como se había alejado ese hijo del padre, cuando empezamos a comportarnos respecto a cada uno de los bienes que hay en nosotros, tal como él hizo con la parte de los bienes recibidos en herencia. Olvidamos que ese bien nos lo ha dado Dios como deber, como talento evangélico. Al operar con él, debemos multiplicar nuestra herencia, y, de ese modo, dar gloria a Aquel de quien la hemos recibido. Por desgracia, nos comportamos, a veces, como si ese bien que hay en nosotros, él bien del alma y del cuerpo, las capacidades, las facultades, las fuerzas, fuesen de nuestra propiedad exclusiva, de la que podemos servirnos y abusar de cualquier manera, derrochándola y disipándola.
          Efectivamente, el pecado es siempre un derroche de nuestra humanidad, el derroche de nuestros valores más preciosos. Esta es la auténtica realidad, aun cuando pueda parecer, a veces, que precisamente el pecado nos permite conseguir éxitos. El alejamiento del Padre lleva siempre consigo una gran destrucción en quien lo realiza, en quien quebranta su voluntad, y disipa en sí mismo su herencia: la dignidad de la propia persona humana, la herencia de la gracia.
          El segundo momento en nuestra parábola es el del retorno a la recta razón y del proceso de conversión. El hombre debe encontrar de nuevo dolorosamente lo que ha perdido, aquello de que se ha privado al cometer el pecado, al vivir en el pecado, para que madure en él ese paso decisivo: "Me levantaré e iré a mi Padre" (Lc 15, 18). Debe ver de nuevo el rostro de ese Padre, al que ha vuelto las espaldas y con quien ha roto los puentes para poder pecar "libremente", para poder derrochar "libremente" los bienes recibidos. Debe encontrarse con el rostro del Padre, dándose cuenta, como el joven de la parábola, de haber perdido la dignidad de hijo, de no merecer acogida alguna en la casa paterna. Al mismo tiempo, deberá desear ardientemente retornar. La certeza de la bondad y del amor que pertenecen a la esencia de la paternidad de Dios, deberá conseguir en él la victoria sobre la conciencia de la culpa y de la propia indignidad. Más aún, esta certeza deberá presentarse como el único camino de salida, para emprenderlo con ánimo y confianza.
          Finalmente el tercer momento: El retorno. El retorno se desarrollará como habla Cristo de él en la parábola. El Padre espera y olvida todo el mal que el hijo ha cometido, y no tiene en consideración todo el derroche de que es culpable el hijo. Para el Padre solo hay una cosa importante: que el hijo ha sido encontrado; que no ha perdido hasta el fondo la propia humanidad; que, a pesar de todo, vuelva con el propósito resuelto de vivir de nuevo como hijo, precisamente en virtud de la conciencia adquirida de la indignidad y de la culpa.
          "Padre, he pecado..., no soy digno de llamarme hijo tuyo" (Lc 15, 21).
          4. La Cuaresma es el tiempo de una espera particularmente amorosa de nuestro Padre en relación con cada uno de nosotros, que, aun cuando sea el más pródigo de los hijos, se haga, sin embargo, consciente de la dilapidación perpetrada, llame por su hombre al propio pecado, y finalmente se dirija hacía Dios con plena sinceridad.
          Este hombre debe llegar a la casa del Padre. El camino que allí conduce, pasa a través del examen de conciencia, el arrepentimiento y el propósito de la enmienda. Como en la parábola del hijo pródigo, éstas son las etapas al mismo tiempo lógicas y sicológicas de la conversión. Cuando el hombre supere en sí mismo, en lo íntimo de su humanidad todas estas etapas; nacerá en él la necesidad de la confesión. Esta necesidad quizá lucha en lo vivo del alma con la vergüenza, pero cuando la conversión es verdadera y auténtica, la necesidad vence a la vergüenza: la necesidad de la confesión, de la liberación de lo pecados es más fuerte. Los confesamos a Dios mismo, aunque en el confesonario los escucha el hombre-sacerdote. Este hombre es el humilde y fiel servidor de ese gran misterio que se ha realizad, entre el hijo que retorna y el Padre.
          En el período de Cuaresma esperan los confesonarios; esperan los confesores; espera el Padre. Podríamos decir que se trata de un período de particular solicitud de Dios para perdonar y absolver los pecados: el tiempo de la reconciliación:
          5. Nuestra reconciliación con Dios, el retorno a la casa del Padre, se realiza mediante Cristo. Su pasión y muerte en la cruz se colocan entre cada una de las conciencias humanas, cada uno de los pecados humanos, y el infinito amor del Padre. Este amor, pronto aliviar y perdonar, no es otra cosa que la misericordia. Cada uno de nosotros en la conversión personal, en el arrepentimiento, en el firme propósito de la enmienda, finalmente en la confesión, acepta realizar una personal fatiga espiritual, que es prolongación y reverbero lejano de esa fatiga salvífica, que emprendió nuestro Redentor. He aquí cómo se expresa el Apóstol de la reconciliación con Dios: "A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en El fuéramos justicia de Dios" (2 Cor 5, 21). Por lo tanto emprendamos nuestro esfuerzo de conversión y de penitencia por El, con El y en El. Si no lo emprendemos, no somos dignos del nombre de Cristo, no somos dignos de la herencia de la redención.
          "El que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó, se ha hecho nuevo. Mas todo esto viene de Dios, que por Cristo nos ha reconciliado consigo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación" (2 Cor 5, 17-18).
          6. Deseo, pues, a vuestra querida parroquia, que se honra con el nombre del gran mártir Ignacio de Antioquía, ferviente amante de la pasión de Cristo, que se convierta en esta Cuaresma en un lugar privilegiado de ese servicio de la reconciliación de los hombres con Dios, que se celebra en el sacramento de la penitencia.
          Que no nos falten a ninguno de nosotros, queridos hermanos y hermanas, la paciencia y el ánimo de enmendarnos de los propios pecados, confesándolos en el sacramento de la penitencia. Que no nos falte sobre todo el amor por Cristo que se ha entregado a Sí mismo por nosotros, mediante la pasión y la muerte en la cruz. Que este amor haga brotar en nuestros corazones la misma confianza profunda que brotó en el corazón del hijo de la parábola de hoy: "Me levantaré e iré a mi Padre y le diré: Padre, he pecado".

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