martes, 17 de diciembre de 2013

Noche silenciosa, noche santa - Mons. Tihamér Tóth

Noche silenciosa ,noche santa
Mons. Tihamér Tóth
En “El mensaje de navidad” (2) 

Noche silenciosa, noche santa..., noche bendita y misteriosa, noche de Navidad.

Hace dos milenios que brilló una estrella sobre las campiñas de Belén, y desde entonces su fulgor inunda de luz cada año la Nochebuena, y se vuelve a oír el mismo cántico que los ángeles entonaron en esa noche santa: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».

Es invierno, hace frío, es de noche... en el establo de Belén nace un Niño. Es el Hijo de Dios, que ha bajado a nosotros y se ha revestido de carne mortal, y todo, por nuestro amor.

Noche santa de la Navidad... ¿Sabemos realmente lo que significa? ¿Un árbol iluminado del que cuelgan regalos, pastores vestidos con su pelliza, trineos, paisajes nevados, villancicos... ? ¿No es más que esto la Navidad? ¿Una buena cena en que se reúne toda familia, una fiesta entrañable, deseos de paz y felicidad... ? ¿No es más que esto la Navidad? ¡Ah! No, no es esto la Navidad... Todo esto no es más que la fachada.

Solamente quien cae en la cuenta de lo que ha significado para el mundo el nacimiento del Niño-Dios en Belén, puede celebrar de veras la fiesta de la Navidad. Procuremos, por tanto, desentrañar el misterio bendito de esta noche sin igual. Tratemos de comprender este triple y trascendental pensamiento:

I. ¿Qué era el mundo antes de la venida de Cristo?

II. ¿Qué ha llegado a ser por Cristo?

III. ¿Qué sería del mundo sin Cristo?

 

I¿QUÉ ERA EL MUNDO ANTES DE LA VENIDA DE CRISTO?

La humanidad peregrinaba por la tierra como el peregrino que ha perdido el camino en una región desconocida.

No se conocía el fin de esta vida, ni su sentido. Una idolatría espantosa, una oscuridad terrible atenazaba a los pueblos. Los que hemos nacido en países cristianos no podemos concebir que antes de la venida de Cristo los hombres se postrasen ante una estatua de bronce o un ídolo de mármol; que pueblos civilizados dieran culto a un animal identificándolo con la divinidad. Los romanos rendían un culto divino a sus emperadores; los egipcios, a los toros y a los gatos; los indios, al fuego y a las vacas.

¡Qué asombroso cúmulo de errores! Era necesario que viniese el mismo Dios, porque la humanidad, abandonada a sus propias fuerzas, erraba el camino y no podía llegar a conocer al Dios verdadero.

La humanidad, en ese estado tan deplorable, sentía que algo le faltaba. Suele atribuirse a Platón la siguiente frase; «No sé de dónde vengo, no sé qué soy, no sé adónde voy; tú, Ser Desconocido, ten piedad de mí.» Esta una frase que refleja el ansía del alma humana. Grandes filósofos y poetas —Aristóteles, Sófocles, Horacio, Virgilio...— han gritado, de una u otra forma, desde fondo de su miseria: ¡Ojalá viniese alguien que nos trajese la salvación! El mundo esperaba como por instinto la venida de Dios.

Una japonesa que se convirtió al catolicismo, daba testimonio de cómo vivía antes de conocer a Cristo: «Tenía por costumbre salir cada noche a mirar el cielo estrellado y a invocar a Alguien que fuese lo bastante grande y bueno para escuchar a una pobre madre que le pedía ayuda. Nada sabia de El, no sabia quién era; pero desde el fondo de mi alma este presentimiento tenía: debe haber Alguien, en alguna parte, capaz de prestarme ayuda.»

Es el clamor trágico del alma humana que no ha conocido a Jesucristo.

ISAÍAS saluda, con visión profética, al Redentor esperado:

«El pueblo que andaba en tinieblas vio una luz grande. Los que vivían en tierra de sombras, una luz les brilló.. Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado, el cual lleva sobre sus hombros el principado, y tendrá por nombre el Admirable, el Consejero, Dios Fuerte, el Padre del siglo venidero, el Príncipe de la Paz. Grande es su señorío y la paz no tendrá fin; se sentará sobre el trono de David, para restaurarlo y consolidarlo por la equidad y la justicia, desde ahora y para siempre» (Is 9, 1.6-7).

 

II ¿QUÉ HA LLEGADO A SER EL MUNDO POR CRISTO?

No vamos a explicar ahora todo lo que deben a Cristo la ciencia, la cultura, las artes humanas. Necesitaríamos tomos y más tomos, toda una biblioteca, para resumir el influjo que ha tenido en la arquitectura, la música el arte, en la ciencia, en la economía... Bastará con que cite algunos ejemplos: las escuelas que se alzaban a la vera de las iglesias en aquellos siglos en que nadie se preocupaba de la enseñanza y de la cultura; los libros que copiaban los monjes medievales con la labor de toda una vida; la agricultura y las industrias, fomentadas y enseñadas al pueblo por las Ordenes religiosas; las primeras universidades, fundadas por la Iglesia.

Lo que quiero subrayar ahora es la altura moral a que se elevó el hombre gracias a Cristo.

Gracias a Cristo, la vida moral de la humanidad se renovó por completo. Para darnos cuenta, tendríamos que imaginarnos cómo era el mundo antes del nacimiento de Cristo, donde la esclavitud se veía como algo normal, donde apenas había sitio para la compasión y el amor al prójimo...

Es verdad que, aunque el corazón del hombre estuviese herido por el pecado e inclinado al mal, nunca le faltaron rasgos de nobleza y de bondad... Pues bien, la venida Cristo no hizo más que acrecentar lo bueno que había en el hombre. Pero no sólo eso, Cristo sembró en las almas muchas virtudes nuevas que antes ni se valoraban; por ejemplo, el aprecio por la virginidad, como una forma de consagrarse a Dios; la fidelidad conyugal e indisolubilidad del matrimonio —entre los romanos, las mujeres se divorciaban para poderse casar, y se casaban para poderse divorciar—; la dignidad de la mujer, tan menospreciada hasta entonces; la virtud de la pobreza evangélica; el valor redentor del sufrimiento; la dignidad del trabajo manual..., etc.

Pero sobre todo, lo que nos ha traído Cristo es la ley de la caridad fraterna: «Os doy un mandamiento nuevo, que os améis los unos a los otros como Yo os he amado» (Jn 13, 34). Ley del amor que se extiende a toda la humanidad.

Desde la venida de Cristo han encontrado sólido fundamento los valores en que se asienta la sociedad: la honradez, la moral, la justicia, el cumplimiento del deber. El Estado no ha creado estos valores, no ha hecho más que protegerlos y reconocerlos. De esta forma el cristianismo ha llegado a ser el mayor benefactor de la humanidad.

Cristo introdujo la laicidad, es decir, dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. Cristo introdujo el respeto por la libertad de conciencia: «Si quieres ser perfecto...».

Desde la venida de Cristo conocemos lo que vale un alma. El alma de un niño, de un gitano, de un vagabundo, vale más que todo el mundo material. Porque el alma es espiritual y no morirá nunca; porque Cristo ha dado su vida por ella. Desde la venida de Cristo no nos es lícito despreciar y desamparar a los discapacitados, a los tullidos, a los enfermos, a los pobres... No nos es lícito odiar a los demás pueblos y razas. Todos los hombres somos hermanos.

Todo esto significa para el mundo el Nacimiento de Cristo.

La estrella de Belén irradia su luz a toda la humanidad. Cristo ha dado respuesta a las preguntas más inquietantes del alma humana. Toda la grandeza espiritual que hemos visto en estos dos mil años de cristianismo — el amor al prójimo hasta el sacrificio de uno mismo, el sentido de la vida, la esperanza cristiana...— brota de esta única fuente: de que Dios se hizo como nosotros, para que nosotros lleguemos a gozar de la divinidad. Dios se hizo hombre para que el hombre sea hijo de Dios.

 

III ¿QUÉ SERÍA DEL MUNDO SIN CRISTO?

Pero ¿es posible que haya todavía quien tenga sentimientos de enemistad contra Cristo? Sí. Y, sin embargo, ¿qué sería sin El de la humanidad?

Transcribo una parábola de profundo sentido, debida a la pluma de Jorgensen. Habla de los árboles rebeldes.

Un esbelto álamo propuso a los árboles del bosque un pensamiento soberbio.

—¡Hermanos! —les dijo—, bien sabéis que toda la tierra nos pertenece, porque de nosotros dependen los hombres y los animales, y sin nosotros no pueden vivir. Somos nosotros los que alimentamos a la vaca, a la oveja, al pájaro, a las abejas...; nosotros somos el punto céntrico; todos viven de nosotros; hasta el mismo suelo va formándose de nuestro ramaje podrido... No hay el mundo sino un solo poder que nos domine: el sol.

Dícese que de él depende nuestra vida. Pero, hermanos, yo estoy convencido de que esto es sencillamente un cuento, con el que se quiere asustarnos. ¿Que no podemos vivir sin la luz del sol? Es una vieja leyenda sin fundamento alguno e indigna por completo de la planta moderna y libre de prejuicios...

El álamo hizo una pausa en su discurso. Algunos robles y olmos, ya vetustos, murmuraron en señal de disentimiento, mas los árboles jóvenes de todas partes inclinaron sus cabezas con muestras de gran aprobación.

Continuó el álamo con voz más alta:

—Sé muy bien que entre las plantas hay un partido de cabezas cerradas, el grupo de los viejos, que cree todavía en esta rancia superstición. Pero yo confío en el sentido de independencia de la generación joven; en ésta tengo puestas mis esperanzas. Es necesario que nosotras, las plantas, lleguemos un día a sacudir el yugo del sol. Entonces surgirá una generación nueva, una generación libre. Adelante, pues, a la guerra de independencia. ¡Tú, viejo reflector de las alturas, llega el fin de tu poderío!...

Las palabras del álamo se perdieron en los gritos sonoros de asentimiento que de todas partes se levantaron; este entusiasmo juvenil, que se abría paso con fuerza cósmica, ahogó las silenciosas manifestaciones de disentimiento que hicieron los árboles viejos.

—Declaramos la huelga contra el sol —continuó de nuevo el álamo—. Durante el día suspenderemos toda función vital, trasladaremos nuestra vida a la oscura noche, llena de misterios. En la noche queremos crecer, en la noche queremos florecer, en la noche queremos exhalar nuestros perfumes y dar nuestros frutos. ¡Para nada necesitamos del sol! ¡Seremos libres!

Se clausuró la asamblea.

Al día siguiente, los hombres notaron cosas raras. El sol brillaba espléndidamente, sus ardorosos rayos se difundían vivificadores desde el cielo; pero las flores, con los cálices obstinadamente cerrados, inclinaban su cabeza hacia el suelo; los árboles dirigían sus hojas hacia la tierra; todos, todos volvían la espalda al sol. En cambio, al anochecer, los pétalos cerrados se

entreabrieron, y las corolas pintadas de todos los colores irguieron su cuello hacia los pálidos rayos de la luna y la luz débil de las estrellas.

Y así sucedió durante varios días.

Pero en breve pudieron notarse cambios extraños en toda la vegetación. El trigo estaba tumbado por el suelo, porque había crecido con dirección al sol, y ya no había sol hacia el cual pudiera levantarse. Las flores empezaban a perder su color, sus pétalos se secaban, las hojas adquirieron tintes amarillentos. Todo se inclinaba marchito hacia la tierra, como en pleno otoño.

Entonces las plantas empezaron a refunfuñar, criticando al álamo. Pero el cabecilla de la rebelión, aunque estaba también él con las hojas secas, de color amarillo como el del canario, siguió instigándolas.

—¡Qué tontos sois, hermanos! ¿No veis, acaso, cuánto más hermosos, más bizarros, más libres, más independientes sois ahora que cuando gemíais bajo el dominio del sol? ¿Que estáis enfermos? ¡Qué va!, ¡no es verdad! Os habéis vuelto más finos, más nobles. ¡Habéis adquirido personalidad!...

Algunas de las desgraciadas plantas seguían creyendo al álamo, y con labios cada vez más amarillentos, cada vez más marchitos, seguían murmurando una noche y otra noche: «¡Nos hemos vuelto más finos..., nos hemos vuelto más nobles..., hemos adquirido personalidad!» Mas la mayoría se declaró contra la huelga, y se volvió al sol vivificador.

Al llegar la nueva primavera, el álamo, seco, erguía corno triste espantajo sus ramas descarnadas en medio del bosque, que rebosaba en pujante fuerza de vida y trinos de pájaros; sus enseñanzas necias yacían ya en el olvido; en torno suyo las flores convertidas dirigían el perfume de su agradecimiento al sol antiguo, pero vivificador, y se inclinaban con homenaje ante el astro rey copudas y verdes coronas de árboles...

Hermanos: La parábola de los árboles que se rebelaron contra el Sol no es mera parábola —por desgracia—; mas el hombre que se rebela contra Cristo no ha aprendido todavía la moraleja.

¿Queréis saber lo que le ocurre al mundo que vive de espaldas a Cristo? Mirad la espantosa degradación moral de la que es capaz la sociedad moderna. ¿Queréis saber qué le pasa al hombre sin Cristo? No tenéis más que leer los periódicos: divorcios, abortos, prostitución, delincuencia, asesinatos, secuestros, suicidios, injusticias, borracheras, estafas, sobornos...

Es el callejón sin salida, la trampa en que ha caído la sociedad alejada de Cristo, por su propio orgullo y soberbia; trampa de la cual no pueden sacarla, por mucho que lo intenten, los organismos internacionales ni las conferencias mundiales, ni la industria, ni la técnica..., ni nada, absolutamente nada del mundo. Los árboles volvieron la espalda al Sol, y ahora se oye ya el ruido seco de sus ramas descarnadas.

En la Sagrada Escritura hay una escena de profundo significado: los Apóstoles se pasan toda la noche trabajando en la barca con gran esfuerzo y fatiga, y, no obstante, no pescan nada... No pescan nada, porque el Señor no está con ellos. ¡Qué aplicación tiene a nuestra propia vida esta escena de la Sagrada Escritura! Sin Cristo, nuestra vida no es más que una noche oscura en medio de lucha y tempestades, un trabajo sin resultados; en cambio, con Cristo, la noche se convierte en día, el esfuerzo tiene su recompensa, la vida tiene sentido: alcanzar la playa de la eternidad, donde nos espera Dios.

Ante el escaparate de una pastelería un niño travieso y tozudo gritaba y exigía de su madre que le comprase el enorme trozo de chocolate que se mostraba en él, pero que no era más que un reclamo,

tallado en madera y pintado de color chocolate. «Pero esto no se puede comer, hijito», le decía madre, tratando de tranquilizarle. No y no. El niño gritaba, lloraba...; por fin, la madre compró el reclamo y se lo dio al niño. Este, con impaciente gula, le dio un buen mordisco y ¡zas!... se le cayeron al instante dos dientecitos.

¡Cuántas veces mordemos, también nosotros, así, en el chocolate pintado! ¡Cuántas veces nos cerca la tentación y nos susurra al oído: «Pero ¿no te das cuenta?, los mandamientos de Dios son un obstáculo a tu felicidad! ¿Que no te es permitido hacer esto? Pues mira, esto no es pecado..., es algo normal, natural, porque te lo pide el instinto...; además, todo el mundo lo hace.»

Y, sin embargo, ¡ay de aquel que cree al seductor! ¡Oh, si supiese lo que significa volver la espalda al Sol!

El hombre podrá arrojarse a la corriente de los placeres y sofocar durante cierto tiempo la voz de su conciencia. Pero no definitivamente, no para siempre. Llegará un día en que tendrá que oír la voz de su alma oprimida.

¿Cuándo?

Acaso... cuando en un bosque silencioso le vengan nostalgias del Dios, del que se olvidó hace ya mucho tiempo.... Acaso, cuando se vea enfermo, postrado en la cama de un hospital.... Acaso, cuando llegue a su casa después de asistir al entierro de una persona querida... Es, en esos momentos, cuando estando solo, siente que su alma solloza y se hace las siguientes preguntas: «¿Para qué estoy en está vida? ¿Por qué no soy feliz? ¿Qué es lo que me pasa, que teniendo dinero, buena salud, un buen trabajo, sigo insatisfecho y hambreando la felicidad? ¿No será porque me he alejado de Cristo?... »

No puede haber paz y felicidad duraderas para el que vive de espaldas a Dios. Es imposible.

Has robado lo de otro: no puedes estar tranquilo.

Has pisoteado el prestigio ajeno: no puedes quedarte tranquilo.

Has manchado tu alma pura entregándote el placer: no puedes estar tranquilo.

Si te has alejado de Dios: ¿cómo podrás soportar las desgracias que acarrea la vida si no tienes a Cristo junto a ti? Cuando hayas perdido a tus padres, a tu esposa; cuando te sientas solo y abandonado..., ¿cómo podrás ser feliz si Cristo no está junto a ti? Cuando te seduzca el pecado, la tentación..., ¿cómo podrás vencerla, si Cristo no está a tu lado?

¿Cómo podrás vivir si el Sol de tu vida?

Hermano, escucha de nuevo el cántico que entonan los ángeles en Belén: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». ¡Cae en la cuenta lo que significa este cántico para tu vida, y habrá llegado para ti la Navidad!

Solamente habrá Navidad cuando nazca el Señor de nuevo en tu alma, en tu alma dispuesta a seguir los consejos y mandamientos de Cristo. Solamente tendrás Navidad si tu alma se vuelve nuevamente al Sol.

Dios es justo, pero es sobre todo misericordioso. A pesar de los horribles pecados que pueda cometer el hombre, El está siempre dispuesto a perdonarle, con tal que nos arrepintamos y se lo pidamos.

¡Señor, perdóname!

Judas te vendió por treinta monedas. Pero, ¡cuántos Judas te han traicionado millones de veces! Cuántos fariseos han gritado durante estos dos mil años: No queremos a Cristo, sino a Barrabás. ¡Fuera Cristo! ¡Crucifícale!

¡Cuántas veces, por dinero, por conservar un cargo público, por placer, te hemos azotado hasta hacerte derramar sangre! ¡Cuántas veces te hemos crucificado con nuestros deseos, con nuestros pensamientos, con nuestras acciones! ¡Cuántas, pero cuántas veces, oh Dios misericordioso!

Niño Jesús de Belén, te hemos desterrado porque eras demasiado puro para nosotros. Te dimos la espalda porque eras demasiado santo para nosotros. Te hemos crucificado, te hemos condenado, porque tu rectitud condenaba nuestra vida pecaminosa.

¿Y ahora?...

Ahora, cuando hemos llegado ya a la mayor degradación, ahora vemos, ahora sentimos la falta que nos haces. Te echamos de menos.

Jesucristo, nuestro único mal es éste: ¡Tú nos haces falta! ¡Te necesitamos!

Tú eres el Camino, la Verdad, la Vida, la Hermosura eterna. Tú eres nuestra Paz, dulce y suavísimo Niño de Belén.

al hombre soberbio y orgulloso, Dios ha querido empezar dándole ejemplo de humildad.

«En verdad os digo que si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18, 2).

Sólo haciéndonos niños, humildes y sencillos, podemos comprender a Cristo y su doctrina.

El niño ama y obedece a sus padres; confía en ellos y vive feliz y contento con lo que le dan.

Así debo yo amar a Jesucristo, mi Salvador. Confiando en Él, obedeciéndole y cumpliendo sus mandamientos.

El Niño nacido en Belén es mi Dios. Por esto doblo las rodillas en esta noche santa delante del Niño y le adoro.

 

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