lunes, 25 de agosto de 2014

San Luis Rey de Francia - P. Alfredo Sáenz S.J.

San Luis, rey de Francia
(Tomado de “La Cristiandad en la Edad Media”)

Daniel-Rops ha compuesto un logrado retrato del santo, que acá esbozaremos. Por las descripciones de sus contemporáneos se sabe que era un hombre alto y enjuto, de cabello rubio y ojos azules. Espiritualmente se trataba de una persona superior, pero que nada tenía de santurrón ni de mojigato; al contrario, era afable, amante de las bromas y de la eutrapelia, lo que no obstaba a que gustase conservar las debidas distancias, y cuando era necesario, mostrarse cortante. Juntaba de manera eximia la nostalgia del Dios, cuya visión final anhelaba, con la preocupación política por los asuntos de la tierra que el mismo Dios había puesto a su cuidado.
La vida de S. Luis es un testimonio vivo de cómo un rey puede hacer brillar en sus obras el primado de las cosas de Dios por sobre las cosas del hombre. «Querido hijo, lo primero que quiero enseñarte –diría a su primogénito Felipe, en la carta-testamento que le dejó– es que ames a Dios de todo corazón; pues sin eso nadie puede salvarse. Guárdate de hacer nada que desagrade a Dios». Tal sería el principio rector que lo guiaría a lo largo de toda su vida, en perfecta consonancia con aquello que, siendo niño, había oído de labios de su madre, Blanca de Castilla, a saber, que lo prefería muerto a pecador. En medio de las agotadoras tareas que le exigía el timón de la nación, nunca le faltó tiempo para rezar cada día las Horas litúrgicas y para leer asiduamente la Sagrada Escritura y los Santos Padres. Se confesaba con frecuencia, se azotaba en castigo de sus faltas, ayunaba severamente, llevaba cilicio, y vivía con extrema sobriedad, al menos mientras su cargo no le obligaba a ponerse trajes de gala.
La fe no era para él algo puramente privado, vivido en el santuario secreto del alma, sin influjo alguno sobre su conducta, sino que impregnaba todo su obrar, y lo impulsaba a la caridad, que es como la flor de la fe. Su generosidad era proverbial. Con frecuencia salía a caminar por las calles de París o de las otras ciudades de su Reino, para distribuir dinero a los pobres que a su paso iba encontrando; pasaba largos ratos cuidando en los hospitales a los enfermos más repugnantes; invitaba a su mesa a veinte pobres tan sucios y malolientes que los mismos guardias del Palacio se sentían descompuestos; cuando, según la costumbre de aquel tiempo, se anunciaba desde lejos, al son de campanillas, la presencia de algún leproso, Luis se acercaba a él y lo besaba, como si fuese el mismo Cristo. Todas estas anécdotas, y muchas más, no son producto de la imaginación de algún biógrafo servil o beatón, sino que provienen de las más seguras Crónicas de la época. Y esa caridad, que fue tan personal, es decir, de persona a persona, no obstó a que la volcara también a la creación de obras e instituciones educativas, así como a la erección de hospitales, hospicios, orfelinatos y numerosos conventos.

El espíritu de la Caballería se encarnó en él. S. Luis fue un soldado intrépido, de un coraje pasmoso, que en las batallas se dirigía siempre hacia los puntos más peligrosos, porque estaba seguro de la justicia de su causa y amparado en la certeza de la vida eterna, que sabía lo esperaba si moría en la demanda. El lustre de su personalidad era tal que se imponía incluso a sus adversarios. Cuando durante las Cruzadas cayó prisionero de los musulmanes, fue proverbial el ascendiente que logró ejercer sobre el propio Sultán vencedor. Y del caballero no tuvo sólo las condiciones militares, sino también aquellas virtudes de dadivosidad y de delicadeza, de protección a los débiles y de amor a Nuestra Señora, que integraban lo que podríamos llamar la espiritualidad caballeresca.
Admirable fue también la fidelidad que mostró en su vida conyugal, una fidelidad no demasiado fácil, por cierto, pues su mujer, Margarita de Provenza, era una joven más bien ligera, superficial, y de un nivel psicológico y espiritual muy inferior al de su marido, si bien ha de decirse en su favor que cuando llegaron épocas difíciles, supo mostrar sus quilates de reina, como por ejemplo durante la epopeya de la Cruzada emprendida por su esposo, donde quedó sola en Francia, debiendo asumir responsabilidades vicarias. El anillo de S. Luis tenía grabada esta fórmula: «Dios, Francia, Margarita», es decir, en orden jerárquico, los tres amores que ocuparon su corazón.
Pero, como bien señala Daniel-Rops, por eminentes que sean las virtudes personales de un hombre, cuando se trata de un político es preciso que trasciendan el ámbito privado y en alguna forma se manifiesten cotidianamente en sus deberes de Estado. Y así lo fue ciertamente en el caso de S. Luis, como lo demuestran una multitud de episodios. En el testamento a su hijo, tras recordarle que la principal obligación del reyes amar a Dios por sobre todas las cosas y ejercer su real actividad como si estuviera siempre en su santa presencia, le advierte que semejante actitud lo obliga no sólo a la ecuanimidad sino incluso a inclinarse del lado más débil. «Si sucede que un rico y un pobre se querellan por alguna razón, sostiene antes al pobre que al rico, pero busca que se haga la verdad, y cuando la hayas descubierto, obra de acuerdo con el derecho». Los artesanos no tuvieron protector más benévolo, más preocupado por sus necesidades y más generoso para con sus profesiones que aquel rey que hizo de Esteban Boileau el organizador de las «corporaciones». Sin embargo no siempre S. Luis vio claro lo que debía hacer, sea dentro de la nación como en lo que hace a las relaciones internacionales. Y en esos casos no trepidaba en consultar a algún entendido en la materia, en ocasiones al mismo Sto. Tomás, con quien a veces compartió lo que hoy llamamos «almuerzos de trabajo» ...
Una de las características más notorias del santo rey fue su amor a la justicia, lo que lo llevó a poner especial cuidado en la selección de los jueces del Reino. Es célebre aquella escena, relatada por Joinville, consejero del rey e historiador, según la cual S. Luis, luego de oír la Santa Misa, solía dirigirse al bosque de Vincennes, se sentaba junto a una encina y escuchaba «sin impedimento de ujieres» a quienquiera le «trajese un pleito». El cuadro tiene un valor simbólico, pero aun cuando no haya sido cierto que personalmente hiciese justicia, es indudable que la búsqueda de la misma fue su preocupación más absorbente. La equidad del rey era integérrima, por lo que sus decisiones no siempre concluían en actos de clemencia. Algunos lo experimentaron severamente, por ejemplo aquel cocinero que, habiendo sido reconocido culpable de delitos graves, esperaba escapar a la pena capital por el hecho de pertenecer a la Mesnada Real, ya quien el rey en persona ordenó que lo ahorcasen; o como aquella dama de la nobleza, cuyo amante, a solicitud suya, había asesinado a su marido, por la cual intercedieron los frailes, las altas damas de la Corte y la reina en persona, ya quien el rey hizo quemar en el mismo lugar de su crimen, «porque la justicia al aire libre es saludable»…
Francia fue en su tiempo, a los ojos de toda Europa, la tierra más venturosa de la Cristiandad, dando la sensación de una impresionante actividad creadora. Fue entonces cuando Robert de Sorbon, capellán del rey, erigió aquel colegio –la Sorbona– que había de ser célebre hasta nuestros días. Fue entonces cuando toda Francia, y particularmente París, se pobló de institutos y casas de estudios. Fue entonces cuando se elevaron las torres de Notre-Dame de París, cuando Chartres rehizo su catedral, devastada por un incendio; cuando se edificaron Reims, Bourges y Amiens. Y fue entonces cuando, para cobijar la corona de espinas traída de Tierra Santa por iniciativa de S. Luis, se erigió esa maravilla de piedra cincelada y de policromos vitrales que se denomina la Sainte-Chapelle.
En lo que atañe a las relaciones internacionales se comportó con verdadera hidalguía, severo a veces en la defensa de la grandeza de su Francia, generoso otras para salvar la concordia de la Cristiandad. Con frecuencia fue llamado para que hiciese de árbitro entre naciones en pugna, como lo había sido S. Bernardo en el siglo anterior .Hijo fidelísimo de la Iglesia, estuvo lejos de cualquier tipo de servilismo en relación con la misma, no tolerando intervención alguna de Roma en su política interna.
La Cruzada –o mejor las Cruzadas, ya que se lanzó dos veces a la misma sagrada aventura– había de ser el broche de oro de aquella «política sacada de la Sagrada Escritura», según la conocida expresión de Bossuet. Si bien no le acompañó el éxito desde el punto de vista militar, sin embargo el heroísmo de que hizo gala en su campaña de Egipto y la sublime belleza de su muerte acaecida en Túnez confirieron a su imagen el supremo toque de la grandeza cristiana (cf. Daniel-Rops, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada... 359-371).
De él escribiría Montalembert: «Caballero, peregríno, cruzado, rey, ceñido con la primera corona del mundo, valiente hasta la temeridad, no dudaba menos en exponer la propia vida que en inclinar su frente ante Dios; fue amante del peligro, de la humillación, de la penitencia; infatigable –campeón de la justicia, del oprimido, del débil, personificación sublime de la caballería cristiana en toda su pureza y de la verdadera realeza en toda su augusta majestad». Su fiesta litúrgica se celebra el 25 de agosto*.

*Sobre S. Luis puede verse también el magnífico elogio que del Santo pronunciara el Card. Pie, publicado en «Mikael» 25, 1981, 131-152.


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