jueves, 19 de enero de 2017

Espiritualidad Bíblica 2 - Mons. Dr. Juan Straubinger



1. ESPÍRITU Y VIDA
1.2 RECIBIR

I

El alma cristiana ha sido definida como “la que está ansiosa de recibir y de darse". Es decir, ante todo alma receptiva, femenina por excelencia, como la que el varón desea encontrar por esposa. Tal es también la que busca -con más razón que nadie- el divino Amante, para saciar su ansia de dar. Por eso el tipo de esta perfección está en María: en la de Betania, que estaba sentada, pasiva, escuchando, es decir recibiendo; y está sobre todo en María la Inmaculada, igualmente receptiva y pasiva, que dice Fiat: hágase en mí; que alaba a Dios porque se fijó en Ella, que se siente dichosa porque Otro hizo en Ella grandes cosas; y que, en su Cántico, proclama esa misma dicha para todos los que están vacíos, porque se llenarán de bienes ("esurientes implevit bonis"), en tanto que los llenos quedarán vacíos.

María Virgen es la receptiva por excelencia, la que recogía todas las palabras divinas repasándolas en su corazón (Luc. II, 19 y 51). Y su Hijo la proclama dichosa por eso, más aún que por haberlo llevado en su seno y amamantado: porque escuchó la Palabra de Dios y la guardó en su Corazón (Luc. XI, 28). Este arquetipo de alma cristiana, que vemos encarnado en María Santísima y en María de Betania, no es otro que el tipo de la Esposa, la Sulamita del Cantar. "Yo soy toda de mi amado y él está vuelto hacia mí". (Cant. VII, 10). Es decir, él da y yo recibo; él habla y ya escucho; él me da y yo me le doy.

Recibir y darse. Este tipo receptivo es el que Dios busca siempre en la Sagrada Escritura: primero en Israel, a quien Yahvé (el Padre) llama tantas veces su esposa; luego, en la Iglesia, a quien el Hijo amó y conquistó para esposa (Juan III, 29; Ef. V, 25 y 27; Apoc. XIX, 6-9; XXII, 17); y también, exactamente lo mismo, en cada alma; no sólo en los arquetipos que hemos visto en las dos Marías, sino en cada uno de los cristianos: porque a todos y a cada uno dice San Pablo: "Os he desposado a un solo Varón para presentaros como una casta virgen a Cristo" (II Cor. XI, 2).


II

Pero hay más. En la doctrina paulina del Cuerpo Místico, solamente suele pensarse en Jesús como Cabeza de la Iglesia toda, y no se recuerda un pasaje fundamental donde San Pablo revela y enseña que Cristo es igualmente cabeza de cada uno de nosotros, y lo dice como cosa que no debe ignorarse: "Quiero que sepáis que Cristo es la cabeza de todo varón, como el varón es cabeza de la mujer" (I Cor. XI, 3). Y en otra parte expresa el mismo concepto: “Todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo" (I Cor. V, 22 s.); como diciendo: Todo te lo da el Esposo, como a una reina, y sólo piensa que tú seas toda suya, es decir, que no le des tus bienes (que nada valen), sino tu corazón, que tampoco valdría nada en sí mismo, pero que para El vale mucho, tan sólo porque El te ama.


En esta última frase de San Pablo, después de decir: "Vosotros sois de Cristo", agrega algo asombroso: "Cristo es de Dios"; con lo cual se nos da la suma prueba de cuanto venirnos diciendo sobre esa exigencia de Dios que no pide sino que nos vaciemos para que El nos llene. Tal es el sentido de la condición que Jesús puso a sus discípulos: negarse a sí mismos, o sea no venirle con suficiencias propias. Y esto lo practicó El mismo con el Padre, pues nos dice San Pablo que no obstante su condición de ser igual a Dios, se despojó a Sí mismo tomando la forma de siervo (Fil. II, 6 s.).

Y de aquí que Jesús nos resulta, frente al Padre, el modelo sumo de esta espiritualidad de niño o infancia espiritual, cuya actitud es exactamente la de recibir y de darse. El que no tiene nada, recibe; y no da, sino que se da a sí mismo, a falta de otra cosa que dar. De aquí viene el encanto con que recibimos a un niñito que nos tiende los brazos para que lo tomemos en los nuestros. ¡Feliz el alma que delante del Padre puede estar siempre en esta actitud, a ejemplo de Cristo! Para eso, para enseñarnos este secreto, El, a quien el Padre dio el tener la vida en Sí mismo (Juan V, 26), desapareció hasta anonadarse delante del Padre:

"Nada puede hacer el Hijo sino lo que ve hacer al Padre" (Juan 5, 19).

El Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace" (íbid. 20).

"Yo por Mí mismo no puedo hacer nada” (ibid. 50).

"El que cree en Mí no cree en Mí sino en Aquel que me envió" (Juan XII, 44).

"Porque yo bajé del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me mandó" (Juan VI, 38).

"El Padre, que está en Mí, El hace las obras” (Juan, XIV, 10).

"Yo no busco mi gloria. Hay quien la busca (el Padre)" (Juan VIII, 50).

Recordemos, en fin, que se pasaba las noches adorando a su Padre (Luc. VI, 12). Y que al final de todos los tiempos, cuando el Padre le haya sometido todas las cosas, el mismo Hijo se sujetará al Padre para que El sea todo en todo (I Cor. XV, 28). Eso es, pues, Dios: el Padre, el Creador, el Señor, porque su Nombre es Yahvé, es decir "El que es" (Ex. III, 14).

III

Y nosotros, los que "somos nada" (Gál. VI, 3), tenemos esa otra vocación propia de nuestra insuficiencia: la de ser niño. ¡Dichosa insuficiencia, que nos hace recibir del Padre los mimos de un hijito!

¿Pensará alguien que puede haber en esto falta de virilidad? Todo lo contrario. Juan, el contemplativo, fué el único que estuvo al pie de la cruz, "con María, su Madre''. Fué llamado "hijo del trueno”, y tuvo que ser contenido porque quería mandar fuego del cielo sobre los enemigos de Cristo. ¿O pensará alguien que puede haber en esto falta de actividad o de fruto? Nada más lejos de la realidad. María, la contemplativa, fué la única que ungió al Señor estando aún en vida, y la que estuvo también con Juan al pie de la Cruz, y la primera que fué al santo Sepulcro, y la que evangelizó la Resurrección a los Apóstoles, fugitivos e incrédulos.
Es que las obras vienen del amor, y éste de la fe, o confianza. Y sin ese amor "en vano dará uno a los pobres todos sus bienes o arrojará su cuerpo a las llamas” (I Cor. XIII, 3).

Porque Dios quiere ser servido como a El le agrada y no como a nosotros nos parece. Y lo que a El le agrada es dar, por lo cual nos quiere siempre dispuestos a recibir de El como pobres, y no a alardear como ricos. ¿No es ésta la primera de las Bienaventuranzas? Y si Jesús declara que es más dichoso dar que recibir (Hech. XX, 35), ¿no ha de ser el Padre el primero que quiere gozar de esa perfección? De ahí que nada le ofenda tanto como el dudar de su amor por nosotros. De ahí que Jesús declare la fe como medida de sus dones: "Según vuestra fe, así os sea hecho" (Mat. IX, 29). De ahí que en esta actitud de recibir y darse, como una esposa, está el más alto grado de la espiritualidad cristiana: lo que se llama, en mística, "matrimonio espiritual".


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