martes, 6 de junio de 2017

La liturgia, obra de la Trinidad 1: Dios Padre

OFICINA PARA LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS 
DEL SUMO PONTÍFICE

La liturgia, obra de la Trinidad 1: Dios Padre (CIC 1077-1083)



Sin la mediación del Hijo, no habríamos conocido al Padre, y no habríamos recibido el Espíritu que nos permite reconocer al Hijo como Señor y adorar al Padre en él. El padre ha realizado una elección tal que nos ha hecho capaces de todo esto, es decir, adoptarnos como hijos, antes de la creación del mundo (cf. Catecismo de la Iglesia Católica [CIC], 1077). La capacidad de obrar como individuos y como miembros de un pueblo elegido y consagrado se llama "liturgia", definida con acierto como obra del misterio de las tres Personas. La acción trinitaria, es por así decirlo, el prototipo de la acción sagrada o litúrgica. Sin embargo, visto el activismo eclesiástico y litúrgico que ha llevado a adoptar términos como "actor" y "operador", incluso en la sagrada liturgia, debemos definir, a salvo de equívocos, la naturaleza de esta acción. La acción sagrada de la liturgia es esencialmente una "bendición", un término conocido por todos, pero no en su verdadero significado. Lo hace el siguiente artículo del Catecismo que conviene citar completo: «Bendecir es una acción divina que da la vida y cuya fuente es el Padre. Su bendición es a la vez palabra y don ("bene-dictio""eu-logia"). Aplicado al hombre, este término significa la adoración y la entrega a su Creador en la acción de gracias.» (CIC, 1078).
Por lo tanto, la liturgia es bendición divina, palabra y don, y adoración humana, es decir, acción de gracias (eucaristía) y ofrenda. ¿No está toda la misa en esta definición? Nadie puede omitir el definir así la sagrada liturgia. La adoración no es otra cosa que la liturgia misma. Cualquier intento de separar las dos cosas va en contra de la fe y de la verdad católica.

¿No se sostiene hoy que el hombre adora a Dios con todo su ser? Esto significa con el alma y con el cuerpo. Por lo tanto en la Biblia toda «la obra de Dios es bendición» (CIC, 1079-1081): es la dimensión cósmica que vertebra la sagrada escritura desde el Génesis hasta el Apocalipsis, y del mismo modo a la liturgia. Si bendecir quiere decir adorar, la bendición o adoración en la Biblia se expresa en la postración y el doblar físicamente las rodillas y metafísicamente el corazón. Sólo el diablo no se arrodilla, porque —lo dicen los Padres del desierto—, no tiene rodillas. Así, san Pablo ve delante de Jesús la armonía entre historia sagrada y el cosmos: toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en el abismo. Como consecuencia concreta: el gesto de arrodillarse debe volver a ser lo principal en el rito de la Misa, en el desarrollo, inspiración y sabor de la música sacra, en el mobiliario sagrado: una iglesia sin reclinatorios no es una iglesia católica.
¿Por qué postrarse? Debido a que la bendición divina se produce especialmente con «la presencia de Dios en el templo» (CIC, 1081): ante su presencia, el primer y fundamental gesto es la adoración. No se diga que el templo ha sido abolido, porque Jesús lo ha purificado sustituyéndolo con su cuerpo en el que habita corporalmente su divinidad: así, la presencia divina es ahora la del Cuerpo de Cristo y, en modo máximo coincide con el Santísimo Sacramento. Tengamos en cuenta que hasta ahora hemos hablado de las cosas reveladas por el mismo Señor en la Sagrada Escritura. En Introducción al espíritu de la liturgia, Joseph Ratzinger ha mostrado cuánto ha perjudicado la reforma litúrgica, al haber roto el vínculo entre el templo judío y la iglesia cristiana: lo vemos hoy en las nuevas iglesias, justo cuando a nivel ecuménico se dialoga con los judíos. Si el cuerpo de Cristo está formado por el edificio espiritual de sus miembros (cf. 1 P 2,5), se debe saber que donde la Iglesia se reúne para los Misterios, nace un "espacio santo".
Ahora, se puede entender lo que el Catecismo dice claramente: «En la liturgia de la Iglesia, la bendición divina es plenamente revelada y comunicada: el Padre es reconocido y adorado como la fuente y el fin de todas las bendiciones de la creación y de la salvación; en su Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo.» (CIC, 1082). Así, de ahí sale ulteriormente definida la doble dimensión de la liturgia de la Iglesia: por un lado es bendición del Padre con la adoración, la alabanza y la acción de gracias; y por el otro, es ofrecimiento al Padre de uno mismo y de sus dones y la imploración del Espíritu a fin de que redunde en todo el mundo. Pero todo pasa por la mediación sacerdotal, es decir de la ofrenda y «por la comunión en la muerte y en la resurrección de Cristo-Sacerdote y por el poder del Espíritu» (CIC, 1083).
Si la resurrección de Cristo no se hubiera producido históricamente y no hubiese “llenado” originalmente la historia, imprimiéndole la dirección final, los sacramentos no tendrían ningún efecto y podría socavar la finalidad por la cual se administran: nuestra resurrección al final de la vida y de la historia de la humanidad. A un planteamiento exegético desmitificador, normalmente le sigue una teología reducida al simbolismo; pero el pensamiento católico, con el Apóstol, habla del "poder de su resurrección": a las apariciones del Resucitado no sólo siguió el kerigma y la fe de los discípulos, sino la expansión de la potencia de la resurrección en los Sacramentos. Así, la verdad de la resurrección corporal de Cristo es decisiva para la eficacia de los sacramentos, para su incidencia real en la transformación del ser humano.
El misterio pascual, precisamente porque vio al Hijo pasar de la muerte a la vida, así ve pasar a los hijos de Dios. Por eso se llama pascual, por este paso producido gracias al sacrificio del Hijo de Dios. Por eso el sacrificio eucarístico es el centro de gravedad de todos los sacramentos (cf. CIC, 1113), como la Pascua lo es del año litúrgico.

El plan divino de salvación es uno: llevar a los hombres y a las cosas, las del cielo y las de la tierra, bajo el señorío de Cristo. La primera obra de las tres Personas mira a reconducir al hombre a su naturaleza original, para que sea restaurada en él aquella imagen que había sido desfigurada por el pecado.

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