sábado, 22 de julio de 2017

Edificar la Iglesia Doméstica - Conferencia en Roma de Mons. Juan Antonio Reig Pla

EDIFICAR LA IGLESIA DOMÉSTICA.

PRÁCTICAS FAMILIARES
PARA HABITAR EN LA IGLESIA

JUAN ANTONIO REIG PLA
OBISPO DE ALCALÁ DE HENARES

VICEPRESIDENTE DEL PONTIFICIO
INSTITUTO JUAN PABLO II
PARA ESTUDIOS SOBRE
 EL MATRIMONIO Y LA FAMILIA
(SECCIÓN ESPAÑOLA)

ROMA, 28 DE JUNIO DE 2017
 
ÍNDICE

- Edificar la casa
- Edificar requiere de fe
- Madurar la propia identidad
- Ser una sola carne
- El amor que promete una vida
- Ser más como introducción en una cultura
- La oración en familia
- El perdón
- La fiesta, el domingo y el Año Litúrgico
- El camino de la belleza como práctica familiar
- Edificar el hogar de la misericordia

¿Es la Iglesia habitable? (1) Es una pregunta que muchos se hacen ante el rechazo que les causa una institución que se presenta como poco adecuada al estilo actual de vida. Para muchos la Iglesia y lo religioso adquiere la imagen del museo, que sirve para admirar la belleza de unos objetos inspirados, pero que ninguno imagina como su propia casa. Todo es para contemplar, nada se puede tocar ni cambiar de puesto. Sirve para sentirse en paz, pero no para responder a las preguntas inquietantes que ofrece el futuro.

La pregunta inicial en todo caso nace desde una desafección eclesial extendida en grandes sectores de la sociedad en un proceso creciente y dirigido en gran medida a la propuesta moral cristiana. Al tomarla como una propuesta ajena entre otras muchas se siente una mayor incomodidad al escucharla. En verdad lo que está en juego es la “habitabilidad”: encontrar en ella un espacio donde vivir. Este es el problema por encima de la racionalidad de la fe que fue en cambio lo que, en otro tiempo, hacía más difícil admitir la propuesta cristiana (2) . La cuestión tiene que ver entonces con el modo de vivir con un contenido moral indudable.

No podemos dejar de tomar en serio la radicalidad de la pregunta, pero como es natural, desde una perspectiva más grande que el tono reivindicativo con el que se suele formular. En el ámbito público en el que se formula aquello que implícitamente se pide es que la Iglesia sería más habitable si adaptara su doctrina y moral a las claves más usuales en la sociedad, aquellas por las que las personas sienten la vida más agradable. Es una propuesta miope. Lo erróneo de la misma consiste en no captar que, precisamente, uno de los obstáculos mayores para la vida buena es buscar en primer lugar lo que agrada. Esto no es nunca un principio de habitabilidad, sino solo de agradabilidad. Ya lo vio el mismo Epicuro el cual, con su teoría del “jardín”, planteaba la habitabilidad más como protección del mal que como vida agradable. La simple adaptación a las condiciones ambientales no crea habitabilidad en el hombre, éste habita en el mundo cuando comprende sus exigencias internas y la creatividad propia, no cuando mira simplemente el exterior. Una choza, el fuego, el templo, los referentes para la habitabilidad, son creaciones humanas no una imitación. El hombre ha sido capaz de vivir en todos los ambientes del globo porque siempre ha construido algo y nunca se ha contentado solo en adaptarse. La Iglesia no es más habitable por presentarse más atractiva, sino por ofrecer una vida buena plena, donde otros ofrecen simplemente sentirse bien. Es la diferencia entre una casa y un hotel. En este último todo son servicios que el huésped paga porque no cuenta con nada propio. Todos aceptan la Iglesia como pieza de visita, incluso como marco para un evento, pero habitar es considerarla “suya” como una casa llena de vida.


Para comprender el tema que se nos propone hemos de partir de que lo verdaderamente difícil no es una Iglesia habitable, sino la habitabilidad del mundo. La Iglesia puede serlo en la medida en que hace más habitable el mundo y es principio de renovación del mismo: lumen gentium. No nos engañemos, el malestar ante las exigencias sociales (3) y todas sus instituciones es creciente y el fenómeno de los grupos “antisistema” tiene una presencia relevante en nuestra cultura. El deseo de cambio a toda costa que lo anima, no es sino un modo de expresar la vivencia de un mundo poco habitable que crea un malestar que dificulta la auténtica convivencia de las personas. Una visión más atenta descubre de qué modo cuesta a los hombres encontrar el mundo habitable, de hecho, no podemos dejar de reconocer que la peor enfermedad que vive el hombre en la actualidad es la soledad (4) .

Fue el Papa San Juan Pablo II quien, desde el primer momento de su pontificado, puso en evidencia que sólo el amor hace habitable el mundo y la Iglesia. Se trata del amor que no descansa sólo en el sentimiento sino que, con la gracia regeneradora de Cristo, faculta para la propia donación de la persona y es capaz de construir una historia de vida buena. Así lo expresaba el llamado Papa de la familia: «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor (...) revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es —si se puede expresar así— la dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad. En el misterio de la Redención el hombre es «confirmado» y en cierto modo es nuevamente creado. ¡Él es creado de nuevo! (…). El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo —no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes— debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe «apropiarse» y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se actúa en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo» (Juan Pablo II, Redemptor hominis, 10).

En el mismo orden de cosas se expresa San Juan Pablo hablando de la familia como la auténtica ecología humana: «Además de la destrucción irracional del ambiente natural hay que recordar aquí la más grave aún del ambiente humano, al que, sin embargo, se está lejos de prestar la necesaria atención. Mientras nos preocupamos justamente, aunque mucho menos de lo necesario, de preservar los «habitat» naturales de las diversas especies animales amenazadas de extinción, porque nos damos cuenta de que cada una de ellas aporta su propia contribución al equilibrio general de la tierra, nos esforzamos muy poco por salvaguardar las condiciones morales de una auténtica «ecología humana». No sólo la tierra ha sido dada por Dios al hombre, el cual debe usarla respetando la intención originaria de que es un bien, según la cual le ha sido dada; incluso el hombre es para sí mismo un don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura natural y moral de la que ha sido dotado (…). La primera estructura fundamental a favor de la «ecología humana» es la familia, en cuyo seno el hombre recibe las primeras nociones sobre la verdad y el bien; aprende qué quiere decir amar y ser amado, y por consiguiente qué quiere decir en concreto ser una persona. Se entiende aquí la familia fundada en el matrimonio, en el que el don recíproco de sí por parte del hombre y de la mujer crea un ambiente de vida en el cual el niño puede nacer y desarrollar sus potencialidades, hacerse consciente de su dignidad y prepararse a afrontar su destino único e irrepetible (…)» (Juan Pablo II, Centesimus annus, 38- 39).

En la encíclica Laudato si’ el Papa Francisco hace una reflexión sobre el mundo habitable como una “casa común”, en un planteamiento donde la historia humana es importante, “es parte de la identidad común de un lugar y una base para construir una ciudad habitable” (5). Pero hay que entenderla más como deseo que como realidad. Ha sido el racionalismo moderno que, al negar la realidad de la providencia divina, ha pensado construir el mundo para el hombre sin más presupuestos, lo cual en definitiva significa pensar al hombre sin un hogar (6). Por eso mismo, resultan ahora extemporáneos los reclamos de una adaptación de la Iglesia a las exigencias de una razón iluminista atemporal y sin espacio (7), que no es habitable. Es cierto, en esa razón fría y calculadora, que ha llevado a experimentos como la segunda parte de la obra de Le Corbusier, experimentamos la verdad de lo que dice San Pablo: “la ciencia hincha, la caridad edifica” (1 Cor 8,1). Ya von Balthasar mostró con gran agudeza que el Dios deísta que deja un espacio vacío al hombre para que edifique su mundo sin más referentes, no sólo no responde a esta necesidad, sino que, por el vacío que deja, se vuelve contra el hombre que quiere medirse a sí mismo desde su mera razón (8) . Solo el amor que construye una historia hace habitable el mundo, no una serie de deducciones racionales. Kant no llegó a pensar que “el sueño de la razón engendra monstruos”.

En verdad el hombre no tiene una casa por naturaleza, la ha de construir como expresión primera de la cultura que necesita para ser él mismo. La tarea de edificar es el único modo como puede tener su “mundo”. La misión del hombre de humanizar lo que toca es parte de la bendición recibida en el Génesis (cfr. Gén 1,28). Se trata de una exigencia interna de lo que se ha venido a llamar “ecología humana” y que tiene como primer referente la familia (9).

Edificar la casa

La labor de edificar tiene en el relato bíblico dos referentes que parecen contrapuestos, pero que su conjunción nos habla de un orden interior necesario para el sentido de la vida humana: el arca de Noé y la Torre de Babel. En ambas la tarea humana se inscribe dentro de la necesidad de responder a la extensión del mal que amenaza destruir la humanidad, se inscriben en el drama de la historia humana.

“El primer constructor es Noé que, en el Arca, logra salvar a su familia (cfr. Heb 11,7)” (10). La primera edificación, sigue el mandato divino (cfr. Gén 6,14-16) que da al hombre las coordenadas para ello en una tarea que se presenta familiar. Todo indica la alianza con la vida en el ámbito de la familia como el principio del culto a Dios, frente a las uniones desviadas (Gén 6,1-4). El culto verdadero a Dios sabe guardar la alianza entre las generaciones pues en ella se mantiene la esperanza en medio de los hombres. El arca construida tiene las dimensiones de un templo (Gén 6,15), en su interior el hombre puede experimentar la salvación en medio del cataclismo. Un mundo sin esperanza de salvación, no es verdaderamente habitable porque no es capaz de dar unidad a los deseos que se fragmentan sin ordenarse en una unidad de vida que el hombre necesita para tener una morada y dirigir su libertad. Un hogar transmite algo a las nuevas generaciones en un ámbito donde la libertad tiene un significado (11). La Sagrada Escritura finaliza el relato del Arca con la celebración de la primera Alianza que Dios hace con el hombre en torno al don de la vida como sagrado (Gén 9,1-17). Dios es el garante de la vida y la familia su santuario.

La segunda edificación parece contraria a la primera. La “torre de Babel” (Gén 11,1-9) es una tarea que surge de la iniciativa humana como una tarea común a nivel de los pueblos. Es un modo de mostrar que nada se resiste al poder humano, hasta ser expresión por fin del deseo de que el hombre se procure a sí mismo la salvación. Este es el error más grave que el hombre puede realizar, un orgullo peor que la hibris griega. Se podría poner como el paradigma de la “dureza de corazón” (cfr. Mt 19,8), que es la que rompe de hecho la unión real entre los hombres. Precisamente la intervención divina muestra lo que el hombre es incapaz de darse a sí mismo y que es el presupuesto de cualquier labor común: el lenguaje. Se trata entonces, del primer don que el hombre recibe en la familia con la maravilla de la posibilidad de comunicarse y crecer en la unión. Esta edificación humana fallida que presenta la dificultad enorme de poder hablar de una “casa común” efectiva pide una nueva casa en la que habite Dios entre los hombres y renueva, también a nivel social esta fractura entre los hombres. Pentecostés, que se produce en la casa de una familia, y según los relatos propios de la alianza mosaica (cfr. Hch 2,1-11), nos habla del nuevo lenguaje de Dios capaz de unir a los hombres.

Edificar tal como la revelación nos presenta, supone seguir una llamada divina en el que la salvación esté presente y con un lenguaje que enseñe el significado verdadero de la vida. La familia tiene un papel esencial: “Dios ha confiado a la familia el proyecto de hacer «doméstico» el mundo” (12) .

Es una realidad activa que Dios pide. Dejar de edificar conduce al desastre, responder a esa llamada tiene una urgencia y una sabiduría en donde se juega la vida entera, como muestra la parábola de la casa que ha de resistir en el momento de la prueba (Mt 7,24-27). Esto requiere unas determinadas prácticas, un ejercicio en acciones buenas que van constituyendo la auténtica comunión de personas (13).

En el fondo, las Catequesis del Papa Francisco sobre la familia, sobre todo las que hablan de la “vida familiar” (cfr. cat. 14-24), son una reflexión sobre estas prácticas familiares que permiten edificar la “iglesia doméstica”. Para el Pontífice: “la familia introduce a la necesidad de las uniones de fidelidad, sinceridad, confianza, cooperación, respeto; anima a proyectar un mundo habitable y a creer en las relaciones de confianza, también en condiciones difíciles; enseña a honrar la palabra dada, el respeto por las personas, el compartir los límites personales y de los demás. Y todos somos conscientes de lo insustituible de la preocupación familiar por los miembros más pequeños, más vulnerables, más heridos, e incluso los más desastrosos en las conductas de su vida”(14).

Edificar requiere de fe

Edificar requiere, como nos enseña el caso de Abrahán, la fe: una fe específica que se dirige a un amor que edifica una vida, que sabe estar en un tiempo y en un espacio donde vivir con profundidad las relaciones. Su historia se inserta en la misión de edificar que el hombre recibe: “Abrahán, del que se dice que, movido por la fe, habitaba en tiendas, mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos (cfr. Heb 11,9-10). Nace así, en relación con la fe, una nueva fiabilidad, una nueva solidez, que sólo puede venir de Dios” (15).

 Edificar con fe requiere el entorno de una familia. Ello nos muestra que edificar tiene que ver con las relaciones estables entre los hombres con sus propios significados que se comunican y dan una estabilidad necesaria. “La fe permite comprender la arquitectura de las relaciones humanas, porque capta su fundamento último y su destino definitivo en Dios, en su amor, y así ilumina el arte de la edificación, contribuyendo al bien común. Sí, la fe es un bien para todos, es un bien común; su luz no luce sólo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza” (16). De aquí que la crisis de la familia coincide con la crisis de la fe (17), con la falta de una luz para edificar.

No se puede dar por supuesto la capacidad del hombre de edificar pues debe ser apoyada y desarrollada. Esto se hace más urgente en nuestro mundo porque es una tarea que no se puede fundamentar ni en la técnica ni en los acuerdos. Así se evidencia en la debilidad de los primeros años del matrimonio (18), precisamente donde se ha de dar cuenta de esta sabiduría de edificar. La llamada urgente de la exhortación Amoris laetitia a atender este tiempo, es el mejor reconocimiento de la necesidad de enseñar este arte de edificar a los esposos.

Madurar la propia identidad

En el contexto de las «ideologías colonizadoras» (19), nos encontramos con el nuevo reto de proponer la fe sobre la creación y la redención de la “carne”: ayudar a madurar en la masculinidad y en la feminidad como lógica ineludible del don. Esta maduración requiere procesos (20) y ritos. Es necesario explicitar la necesidad de implementar prácticas que fomenten la relación individualizada y estrecha entre el padre y el hijo o la hija, y también entre la madre y la hija o el hijo. La figura de los hermanos mayores, de los abuelos, de los padrinos, de los tíos, de los maestros, etc. son también vitales para la maduración de nuestros niños, adolescentes y jóvenes, incluso adultos. Hay que ser conscientes de que nos encontramos ante la tendencia cultural a una «adolescencia interminable». «Ese ídolo se nutre de un producto cultural reciente: la existencia separada de un mundo juvenil con lógicas propias, deseos propios, organización propia, irresponsabilidad propia (21). En pocos decenios, esta invención posbélica (esencialmente mercantil) ha generado, de rebote, el universo despreciable de la competición senil: incorporación de una adolescencia infinita, escaso interés por la labor de engendrar, búsqueda de complicidad en el placer. Pero al mismo tiempo, defensa corporativa del poder y de todos sus accesos» (22).

Como fundamento de la antropología adecuada afirmamos la unidad de la persona cuerpo-espíritu. Al mismo tiempo somos persona-varón o persona-mujer. No hay más identidades, pero como todo lo humano nuestra identidad-vocación está llamada a madurar y crecer con la ayuda de la figura paterna y materna.

Ser una sola carne

El lenguaje, como hemos visto, es el presupuesto de toda edificación en cuanto tarea humana, porque pide una comunicación de significados comunes. Sin duda, en la familia estamos hablando del “lenguaje del cuerpo” en el que se articula una primera gramática esencial para la habitabilidad del mundo. En ella se expresan los significados básicos: la diferencia sexual y la diferencia entre generaciones, abierta a una trascendencia por la exogamia. Sin estas significaciones el mundo se hace hostil a modo de una ingeniería social, siempre violenta.

Podemos comprender ahora que la edificación primera que se realiza es precisamente “ser una carne” (Gén 2,24) (23). Así se edifica el cimiento real de la familia en donde se vive al mismo tiempo una trascendencia, una intimidad y una exclusividad que son las claves para poder hacer habitable el espacio humano. La primera vez que San Pablo habla de ser “una carne” (1 Cor 6,16) lo hace para explicar como el cuerpo del cristiano no es para la prostitución porque es “templo del Espíritu” (1 Cor 6,19). La llamada a ser una carne es entonces la edificación por excelencia dentro de un amor firme, “para siempre”. Sin duda, está relacionado intrínsecamente con el auténtico culto a Dios que se vive en el ofrecimiento del propio cuerpo: “como sacrifico vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual” (Rom 12,1) (24).

Esta tarea de poner cimientos queda resumida en la siguiente frase del Papa Francisco: “Pienso sobre todo en el matrimonio, como unión estable de un hombre y una mujer: nace de su amor, signo y presencia del amor de Dios, del reconocimiento y la aceptación de la bondad de la diferenciación sexual, que permite a los cónyuges unirse en una sola carne (cfr. Gén 2,24) y ser capaces de engendrar una vida nueva, manifestación de la bondad del Creador, de su sabiduría y de su designio de amor. Fundados en este amor, hombre y mujer pueden prometerse amor mutuo con un gesto que compromete toda la vida y que recuerda tantos rasgos de la fe. Prometer un amor para siempre es posible cuando se descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene y nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona amada. La fe, además, ayuda a captar en toda su profundidad y riqueza la generación de los hijos, porque hace reconocer en ella el amor creador que nos da y nos confía el misterio de una nueva persona” (25).

La tarea pastoral de la Iglesia por la familia es ayudarla a edificar, esto es, enseñar a las personas a construir de verdad esa “una sola carne” que rebosa de la presencia de Dios. En primer lugar, se requiere la formación afectivo-sexual (26): educar en la castidad los deseos para que sean capaces de formar vínculos estables. Es la “pastoral del vínculo” de la que nos habla Amoris laetitia (27) y que ha de configurar la primera ayuda que la Iglesia ofrece a la familia para ser capaz de obrar según los vínculos y transmitir su fortaleza. La vivencia de la Alianza centrada en la promesa es de una importancia central (28).

La cultura actual presenta a la pastoral familiar un reto formidable: que el esposo y la esposa aprendan a donarse integralmente con la belleza del lenguaje del cuerpo. Hay que recordar que estamos hablando de un sacramento, de una “liturgia”. El instrumento que con frecuencia sirve de modelo pedagógico para muchos jóvenes y adultos es la pornografía. No es éste el momento de desarrollar el tema, pero las consecuencias de ello están siendo devastadoras. No se trata de ofrecer “técnicas” o “recetas” sino criterios precisos que sirvan a los esposos de guía en todo lo que se refiere al lenguaje del cuerpo y el contexto requerido: criterios que les permitan discernir cómo llevar a cabo, en cada circunstancia, las expresiones de afecto, cómo cuidar la belleza del propio hogar y del tálamo-altar nupcial y las exigencias de caridad, justicia, verdad, bien y belleza del abrazo conyugal (29).

El amor que promete una vida

La fe, que es constitutiva de la primera edificación del «ser una carne» requiere una nueva práctica en su transmisión en la familia. Allí se comunica como el amor que promete una vida. El aliento mismo de la familia es esa capacidad de generar vida como lenguaje de esperanza. La paternidad está ligada a esa esperanza de un amor primero e incondicional que siempre da más de sí (30). Por una parte, es el que da razón del origen como un misterio de amor inicial al que hay que responder y es principio de libertad. Por otra, es el aliento de la labor educativa como continuidad de la lógica de sobreabundancia de la que parte.

Es lo contrario de un cálculo que procura resolver un problema y pierde el aliento edificativo de la familia. No tiene la visión de conjunto, sirve para reparar un daño no para construir el edificio. La misión de edificar nace de la relación más profunda entre deseo y amor que pide la hermenéutica del don (31) como la luz verdadera para el sentido de la vida que pide fe. Se comprende bien que el deconstructivismo haya atacado de forma radical la posibilidad misma del don como modo de disolver el significado del lenguaje (32).

El modo como la familia vive de hecho la paternidad responsable se convierte entonces en la transmisión de hecho de la fe en el don de Dios como fundamento de sociabilidad humana. Es una práctica básica de edificación de la familia.

A casi cincuenta años de la Humanae vitae se ha visto de qué forma el abandono de tantos de una práctica adecuada del significado de la procreación, ha generado una dificultad enorme en comprender el lenguaje del don de la vida. Sin duda, el mundo se ha hecho más inhóspito porque la extensión de la eugenesia más o menos camuflada daña a los más débiles que no tienen voz y daña a la familia en la realidad misma de acoger la vida. Un aborto buscado destroza de hecho la confianza más básica en esas relaciones (33).

Ser más como introducción en una cultura

El lenguaje del cuerpo inicial se desarrolla posteriormente en un lenguaje afectivo donde el sostén del amor incondicional paternal se hace imprescindible. “La comunión de vida y amor que es el matrimonio se configura como un auténtico bien para la sociedad. Evitar la confusión con los otros tipos de unión basados en un amor débil se presenta hoy con una especial urgencia. Solo la roca del amor total e irrevocable entre un hombre y una mujer es capaz de fundar la construcción de una sociedad que llegue a ser una casa para todos los hombres” (34).

La naturaleza del hombre le hace habitar con una cultura cuya entrada se realiza por medio de la familia (35). La experiencia básica es de un crecimiento propio del hombre que se abre a un mundo más grande y en donde su actividad es parte integrante. “La educación (36) consiste, en efecto, en que el hombre llegue a ser cada vez más hombre, que pueda «ser» más y no sólo que pueda «tener» más, y que, en consecuencia, a través de todo lo que «tiene», todo lo que «posee», sepa «ser» más plenamente hombre” (37).

Los afectos iniciales configuran un mundo de significados que requiere un conjunto de vida para ordenarlos. El afecto inicial de apego a la persona como fuente de identificación, el afecto de pertenencia como descubrimiento del bien común de una primera comunión de personas y el de posesión como llamada a una trascendencia en la libertad frente a las cosas se configura mediante la vida familiar.

Se observa entonces la carencia radical que tiene el emotivismo actual y que ha deformado la convivencia de muchas familias en el modelo que se ha denominado “familia afectiva” (38). Al constituirse como fin el sentirse bien, se hace protectora de cualquier sufrimiento, pero incapaz de proponer fines mayores en donde el don de sí sea su razón de ser.

Diré más, este modelo emotivista que gira alrededor de “sentirse bien” forma parte de una estrategia clara: como explica el Prof. Sequeri uno de los ídolos actuales consiste en que «el verdadero bienestar es la sensación de poder que nace de la posesión, más que de la utilidad. Esto es: tener a la propia disposición el objeto de goce es un placer mayor aún que su consumo. (…) El goce del goce disponible» (39). Lo dramático, además, es que «la avidez autorreferida del poder y del goce se ha instalado en la esfera pública del derecho» (40) e intenta poner al servicio del poder económico todo lo humano. «Naturalmente, la conversión de los bienes humanos en bienes mercantiles no hace crecer la política del bien común: hace crecer la soberanía del dominio financiero» (41). Como he recordado en alguna otra ocasión, nos encontramos ante el llamado “capitalismo tecno-nihilista” que es «un modelo de acumulación económica que, en esta fase histórica, hace depender cada vez más el crecimiento de la capacidad de innovación técnica y que, por consiguiente, necesita de una cultura nihilista para disponer libremente de cualquier significado para no poner obstáculos de ningún tipo a su total despliegue» (42). Naturalmente, esto ha exigido someter el noble ejercicio de la buena política (43) a las exigencias del “Gran Dinero”, que es en realidad quien gobierna el mundo; la naturaleza humana se torna así en un simple instrumento bioeconómico al servicio del tecnocapitalismo. La cuestión es clara: para maximizar el enriquecimiento de los poderosos y alcanzar sus fines (la tecnoredención post-humanista) la lógica de producción-consumo no debe tener límite moral alguno. Solo la familia, la comunidad cristiana y la escuela, como minorías creativas, son capaces de generar, con la ayuda de la gracia, una cultura que sitúe a la persona donde le corresponde: en el centro del corazón de Dios, en el costado abierto de Cristo, que en la “locura” de la cruz descifra el enigma del sentido de la vida de cada varón y de cada mujer, más allá de las experiencias de sufrimiento.

La oración en familia

La Iglesia doméstica se edifica desde el sacramento del matrimonio entre sujetos bautizados que han sido gestados por la familia y la comunidad cristiana con un proceso lúcido de iniciación cristiana, según el modelo del catecumenado bautismal. Este proceso de iniciación cristiana tiene dos pilares fundamentales: la Palabra de Dios y los sacramentos, y muy particularmente, en la vida ordinaria, la Penitencia, la Eucaristía y la oración.

 Jesucristo al enseñar a orar toma un modelo familiar nuevo de una nueva forma de habitar Dios en los hombres y que es necesaria para dar el sentido real a la vida: “Entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto” (Mt 6,6).

La introducción en la oración es una práctica familiar por excelencia, presente en las celebraciones judías y reafirmada de forma concreta en el cristianismo. Es muy fácil comprender que el verdadero significado del Padrenuestro requiere un “hábitat familiar” como marco de comprensión y que la ausencia de una experiencia fuerte de paternidad convierte la oración cristiana en una cierta proyección de un deseo insatisfecho. “Si hay alguien que puede explicar en profundidad la oración del «Padrenuestro» enseñada por Jesús, es precisamente quien vive en primera persona la paternidad” (44).

 La oración en la familia se inscribe en lo ordinario como fuente de significado, como un modo de reconocer su presencia y una preparación para la vida sacramental, en especial en lo que significa la iniciación cristiana. “La plegaria familiar tiene características propias. Es una oración hecha en común, marido y mujer juntos, padres e hijos juntos. La comunión en la plegaria es a la vez fruto y exigencia de esa comunión que deriva de los sacramentos del bautismo y del matrimonio” (45). Es una introducción al alma de la vida cristiana.

Es más, se hace presente de forma especial en las experiencias de dolor en la familia, en esos momentos en donde el hombre descubre su impotencia y vulnerabilidad y que son un “lugar de la esperanza”. Como nos recuerda Benedicto XVI, “un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha” (46). La oración edifica la familia. En el día a día, en estrecha conexión con la práctica de los sacramentos, las prácticas familiares vinculadas a la oración son bien conocidas: las oraciones al levantarse, la lectura y meditación de la Palabra de Dios, la Liturgia de las Horas, el rezo del Santo Rosario, el Ángelus (y Regina caeli en Pascua), la bendición de los alimentos, la catequesis familiar con el estudio del Catecismo, las oraciones al acostarse, etc.

A este respecto el Papa San Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica Familiaris consortio 59-61 ofrece un desarrollo completo de lo que entendemos por plegaria familiar. También el Papa Francisco en su Exhortación Amoris laetitia 223-230 ofrece algunos recursos para acompañar en los primeros años de vida matrimonial.

El perdón

No debemos continuar este breve repaso de las prácticas familiares de la iglesia doméstica, sin tratar del perdón. Es aquí donde se revela el amor más fuerte, la auténtica roca firme donde edificar una casa (cfr. Mt 7,22). La imagen del padre misericordioso que nos enseña la parábola (Lc 15,11-31), es esencial para la edificación familiar, porque se trata de regenerar a las personas en un amor originario que no pasa.

Tiene un valor especial el perdón que se ofrecen los esposos mutuamente, como muestra real del don de Dios capaz de vencer la dureza de corazón y poder vivir del don de Dios del que nace todo perdón. En gran medida las rupturas familiares tienen que ver muy directamente con la capacidad de perdonar. En cambio, algunas propuestas de una cierta “teología del fracaso” (47) parecen apoyarse precisamente en considerar imposible una reconciliación verdadera. Por tanto, en esa falta de fe en la potencia del perdón reside una de las mayores falsificaciones de la misericordia.

Un mundo que no perdona es el más hostil de los mundos, envuelto en una exigencia despiadada de una justicia sin falla, donde el juicio es excluyente para los débiles. La nostalgia de la casa del padre, no deja de ser uno de los deseos escondidos en el corazón del hombre y del todo necesario para construir un hogar.

La maternidad eclesial tiene que ver mucho con este ofrecimiento de un perdón capaz de regenerar (48) y ha de ser sin duda una de las dimensiones fundamentales de toda la pastoral familiar, en especial, la dirigida a las situaciones de mayor debilidad, con la esperanza de restaurar la capacidad edificativa de las familias cristianas.

La fiesta el domingo y el Año Litúrgico

Otras de las prácticas a las que hay que hacer referencia están vinculadas a la fiesta familiar en donde el sentido de pertenencia se hace más fuerte. Aquí se comprende el significado pleno de lo que es la celebración: una memoria que requiere una acción de gracias, por algo grande recibido.

Está ya inscrita en la llamada al descanso en Dios como la mayor acción del hombre (Gén 2,3). En palabras del Papa Francisco: “De este modo, la espiritualidad cristiana incorpora el valor del descanso y de la fiesta. El ser humano tiende a reducir el descanso contemplativo al ámbito de lo infecundo o innecesario, olvidando que así se quita a la obra que se realiza lo más importante: su sentido. Estamos llamados a incluir en nuestro obrar una dimensión receptiva y gratuita, que es algo diferente de un mero no hacer. Se trata de otra manera de obrar que forma parte de nuestra esencia” (49).

Con la celebración cristiana se alcanza una sobreabundancia divina capaz de superar las carencias que se convierten en gran medida en la dinámica propia de la vida familiar (50). Retoma todo el valor del trabajo, pues “la fiesta es sobre todo una mirada amorosa y agradecida por el trabajo bien hecho; celebramos un trabajo” (51), pues se celebran sobre todo los frutos.

 El templo interior que edifica la familia es expresión de una profunda acción de gracias, la de experimentar que ha sido la vida familiar y su capacidad edificativa la manifestación primera de la misericordia divina (52) y eso nos hace volver a la gran alabanza: dar gracias a Dios, “porque es eterna su misericordia” (Sal 118,1).

Sin duda el domingo destaca como la fiesta familiar por excelencia. La Santa Misa - sobre todo - y sus preparativos, la oración de Laudes, la oportunidad de realizar obras de caridad y misericordia y la posibilidad de un ocio sano y santo constituyen elementos clave de las prácticas dominicales de la familia. Pero también todas las celebraciones vinculadas al Año Litúrgico y las celebraciones de sacramentos y sacramentales son de gran importancia para los hogares. En este sentido los Rituales (Bendicional, Matrimonio, Unción de Enfermos, Exequias, etc.) y el Directorio sobre la piedad popular y la liturgia. Principios y orientaciones (Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos) son instrumentos valiosos para proponer prácticas familiares que insertan en el corazón de la Iglesia.

El camino de la belleza como práctica familiar

Como enseña el Papa Francisco, hemos de prestar “una especial atención al «camino de la belleza» (via pulchritudinis). Anunciar a Cristo significa mostrar que creer en Él y seguirlo no es sólo algo verdadero y justo, sino también bello, capaz de colmar la vida de un nuevo resplandor y de un gozo profundo, aun en medio de las pruebas. En esta línea, todas las expresiones de verdadera belleza pueden ser reconocidas como un sendero que ayuda a encontrarse con el Señor Jesús. No se trata de fomentar un relativismo estético, que pueda oscurecer el lazo inseparable entre verdad, bondad y belleza, sino de recuperar la estima de la belleza para poder llegar al corazón humano y hacer resplandecer en él la verdad y la bondad del Resucitado. Si, como dice san Agustín, nosotros no amamos sino lo que es bello, el Hijo hecho hombre, revelación de la infinita belleza, es sumamente amable, y nos atrae hacia sí con lazos de amor. Entonces se vuelve necesario que la formación en la via pulchritudinis esté inserta en la transmisión de la fe” (Papa Francisco, Amoris laetitia, 167). Desde esta convicción es necesario propiciar las “prácticas familiares” ordinarias desde la vía de la belleza.

Recuperar la belleza del lenguaje y de la comunicación familiar. Los miembros de la familia necesitan aprender a abrazarse con palabras buenas que llenen de hermosura todos los “tiempos y espacios” del hogar y de la vida familiar y que les permitan expresar con belleza, precisión y asertividad la razón de su fe, sus anhelos, deseos y necesidades, sus sufrimientos, su agradecimiento a Dios y al prójimo, etc. Otro aspecto importante es recuperar la belleza de la comunicación en familia; bien están las nuevas tecnologías utilizadas con prudencia y buen juicio, pero nada puede sustituir la hermosura de una conversación en persona, de una tertulia de sobremesa, de una charla familiar, de encuentros y convivencias de familias completas, etc. Recuperar la belleza de la lectura y de las lecturas. El alimento, si es bueno, nos ayuda a crecer y a madurar; en esta tarea la lectura es esencial, también en familia. Además de la Sagrada Escritura y el Catecismo de la Iglesia Católica es básico discernir bien los contenidos que se ofrecen a los niños y a los jóvenes, pero también a los adultos; la tradición nos ayudará mucho. «Decía el venerable Papa Pío XII que el oficio de un buen libro es educar a una comprensión más profunda de las cosas, a pensar y a reflexionar» (53).

 Recuperar la belleza de la educación y del atuendo. No se trata de aprender “protocolo”, sino de aprender a respetar la propia dignidad (al comer, al pasear, al asearse, etc.), aprendiendo también a abrazar, en la vida cotidiana, con obras buenas y bellas a los demás miembros de la familia. Así mismo, hay un modo de vestir que, sin dejar de atender a cada ocasión y necesidad, tiene como criterios generales la belleza, la sencillez y el pudor; a este respecto el Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «el pudor protege el misterio de las personas y de su amor (…). El pudor es modestia; inspira la elección de la vestimenta» (n. 2522), «el pudor inspira una manera de vivir que permite resistir a las solicitaciones de la moda y a la presión de las ideologías dominantes» (n. 2523); «educar en el pudor a niños y adolescentes es despertar en ellos el respeto de la persona humana» (n. 2524). Por último, la tradición de la cruz de Cristo sobre el pecho, el portar el escapulario del Carmen y otras imágenes sobre el cuerpo y la ropa, habla, con los signos, que pertenecemos al amor más grande: a Dios.

Recuperar la belleza del hogar y demás espacios que se comparten. Las “bellas artes” tienen también su lugar en el hogar: la arquitectura, la música, la pintura, la literatura, la cinematografía, incluso el mobiliario de la casa o la gastronomía tienen una gran importancia. Nada debe escapar a los criterios de verdad, bien, belleza y sencillez. Todo está llamado a ser pensado y discernido. La decoración y la iconografía en el hogar deben responder a aquellos criterios.

Recuperar la belleza de las actividades en familia y con otras familias: las peregrinaciones, el contacto con la naturaleza, las vacaciones y tiempos de ocio, el deporte (especialmente los de equipo), el ejercicio de la caridad y de las obras de misericordia, el asociacionismo y también todas las actividades referidas a la Doctrina Social de la Iglesia deben ser ganadas para la belleza. «El amor familiar es fecundo, y no sólo porque engendra nuevas vidas, sino porque amplía el horizonte de la existencia, genera un mundo nuevo; nos hace creer, contra toda desesperanza y derrotismo, que una convivencia basada en el respeto y en la confianza es posible. Frente a una visión materialista del mundo, la familia no reduce el hombre al estéril utilitarismo, sino que da cauce a sus deseos más profundos» (54), sobre todo el anhelo de Dios. Como nos recuerda Benedicto XVI somos «peregrinos en el mundo y en la historia hacia la Belleza infinita» (55).

Recuperar la belleza de la hospitalidad. “En Jesús, Dios vino a pedir hospitalidad a los hombres. Por esto, pone como virtud característica del creyente la disposición a acoger al otro con amor. Quiso nacer en una familia que no encontró alojamiento en Belén (cf. Lc 2, 7) y vivió la experiencia del destierro en Egipto (cf. Mt 2, 14). Jesús, que “no tenía dónde reclinar la cabeza” (cf. Mt 8, 20), pidió hospitalidad a aquellos con los que se encontraba. A Zaqueo le dijo: “Hoy tengo que alojarme en tu casa” (Lc 19, 5). Llegó a identificarse con el extranjero que necesita amparo: “Era forastero y me acogisteis” (Mt 25, 35). Al enviar a sus discípulos en misión, les asegura que la hospitalidad que reciban le atañe personalmente: “El que os acoge a vosotros, a mí me acoge; y el que me acoge a mí, acoge a Aquel que me envió” (Mt 10, 40)” (56).

Un caso particular de la hospitalidad que merece especial atención tiene que ver con la belleza de la adopción y de la acogida a menores, ancianos, enfermos, personas con discapacidad o necesitadas. Explica el Papa San Juan Pablo II en la Exhortación Familiaris consortio 41: “Las familias cristianas, que en la fe reconocen a todos los hombres como hijos del Padre común de los cielos, irán generosamente al encuentro de los hijos de otras familias, sosteniéndoles y amándoles no como extraños, sino como miembros de la única familia de los hijos de Dios. Los padres cristianos podrán así ensanchar su amor más allá de los vínculos de la carne y de la sangre, estrechando esos lazos que se basan en el espíritu y que se desarrollan en el servicio concreto a los hijos de otras familias, a menudo necesitados incluso de lo más necesario.” Esta misma actitud debe tenerse respecto de los ancianos, enfermos, personas con discapacidad o necesitadas, de la propia familia o de otras (57).

Edificar el hogar de la misericordia

Volviendo al título de esta aportación, «edificar la Iglesia doméstica» significa «edificar el hogar de la misericordia» y las «prácticas familiares para habitar en la Iglesia» tienen que ver con las «obras de misericordia» ejemplarizadas en la parábola del «buen samaritano». No es ajeno al caso que el Papa Francisco haya ofrecido a toda la Iglesia la gracia del Jubileo de la Misericordia y que con vehemencia nos exhorte diciendo: «Verdad y misericordia: no las separemos. ¡Jamás!» (58). Estamos, por así decirlo, en un tiempo en el que varones y mujeres heridos - cada miembro de la familia - necesitan que se les anuncie el kerygma, conocer que Dios les ama y experimentar su misericordia. La familia, junto con la comunidad cristiana están llamadas a ser el hogar donde se hace visible la gracia de la conversión, del cambio de vida, el perdón y la regeneración. La Palabra de Dios y los sacramentos desvelan el designio de Dios sobre la persona y ofrecen la arquitectura que hace el mundo habitable. La Iglesia es el hogar de la misericordia en el que el Padre dice a su hijo (Cf. Lc 15): «vuelve, vuelve, ¡es hora de volver a casa!» (Papa Francisco, Meditación diaria, 28-III-2014).

Notas:

1 Cfr. A. AUER, “¿Es la Iglesia, hoy en día, todavía «éticamente habitable»?”, en D. MIETH (dir.), La teología moral, ¿en fuera de juego? Una respuesta a la encíclica “Veritatis splendor”, Herder, Barcelona 1995, 335-357.
2 Auer cita (ibid., 354) a Friedrich von Hügel que pedía que la Iglesia fuera “intelectualmente habitable”.
3 Cfr. CH. TAYLOR, The Ethics of Authenticity, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts 1992.
4 Cfr. BENEDICTO XVI, C.Enc. Caritas in veritate, n. 53: “Una de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la soledad. Ciertamente, también las otras pobrezas, incluidas las materiales, nacen del aislamiento, del no ser amados o de la dificultad de amar”.
5 FRANCISCO, C.Enc. Laudato si’, n. 143. Por eso hay que considerar: ibid., 164: “la humanidad como pueblo que habita una casa de todos”.
6 Como ya destacaba: G. K. CHESTERTON, Lo que está mal en el mundo, Ciudadela, Madrid 2006, 13-64.
7 Podemos presentar como ejemplo de este reclamo tan falto de perspectiva, la misma propuesta de Auer para una nueva ética cristiana que no es más que la de una decadente ética iluminista: cfr. A. AUER, “¿Es la Iglesia, hoy en día, todavía «éticamente habitable»?”, cit., 356.
8 Así lo expresa: Hans Urs VON BALTHASAR, Solo el amor es digno de fe, Sígueme, Salamanca 41995, 27: “El hombre [en la visión iluminista] no es sólo un microcosmos sino que, en las pujantes ciencias naturales, aparece como imagen del formador de ese cosmos, al que es capaz de sobrepasar por medio de la razón. Así lo presenta Kant concluyendo ya la Ilustración”.
9 Cfr. FRANCISCO, C.Enc. Laudato si’, n. 155 en referencia a la ley natural. El concepto surge en: JUAN PABLO II, C.Enc. Centesimus annus, nn. 38-39; BENEDICTO XVI, C.Enc. Caritas in veritate, n. 51.
10 FRANCISCO, C.Enc. Lumen fidei, n. 50.
11 Cfr. J. RATZINGER, Iglesia, ecumenismo y política. Nuevos ensayos de eclesiología, BAC, Madrid 1987, 213- 216.
12 FRANCISCO, Ex.Ap. Amoris laetitia, n. 183.
13 Para la idea de práctica virtuosa: cfr. A. MACINTYRE, After Virtue. A Study in Moral Theory, University of Notre Dame Press, Indiana 1981.
14 FRANCISCO, Catequesis sobre la familia, 28, Espíritu familiar (7-X-2015). Cfr. PAPA FRANCESCO, Famiglia in cammino. Le catechesi sulla famiglia di Papa Francesco commentate da Juan José Pérez-Soba, Cantagalli, Siena 2016.
15 FRANCISCO, C.Enc. Lumen fidei, n. 50.
16 FRANCISCO, C.Enc. Lumen fidei, n. 51.
17 Cfr. M. EBERSTADT, Cómo el mundo occidental perdió realmente a Dios. Una nueva teoría de la secularización, Rialp, Madrid 2014.
18 Una referencia obligada es: L. MELINA (a cura di), I primi anni di matrimonio. La sfida pastorale di un periodo bello e difficile, Cantagalli, Siena 2014.
19 Feminismos ideológicos (constructivistas, etc.), ideología de género, teoría queer, teoría cyborg, transhumanismo y poshumanismo. Estas ideologías vienen desarrollándose en un contexto mundialista de capitalismo tecno-nihilista que - para hacer de todo mercancía, incluido el cuerpo - “fagocita” e “integra” en el “sistema” toda disidencia, incluso las propuestas de matriz marxista a las que “domestica” y “comercializa”. En el “sistema”, conjugando la cultura de la muerte y la idolatría del dinero, parece que se hace fuerte como alternativa a Dios-creador-redentor la llamada tecno-redención: «En sus diferentes variantes la propuesta del transhumanismo supone la posibilidad de mejorar tecnológicamente a los seres humanos como individuos y como sociedad por medio de su manipulación como especie biológica; abrazando el sueño de abandonar y superar la precariedad de la existencia orgánica» (ROCA, A., & DELLACASA, M. A. (2015). Tecno redención de cuerpos transexuales: apropiación tecnológica y autogestión de identidades inconclusas. Mediações-Revista de Ciências Sociais, 20(1), 239-259 [en línea]. [Consulta: 6-6-2017]. Disponible en web.
20 Existen experiencias muy positivas que integran la Doctrina Social de la Iglesia y la vocación a la santidad como parte esencial de la maduración en la masculinidad y la feminidad, ver por ejemplo: www.esposiblelaesperanza.com y www.esposibleelcambio.com.
21 R. SIMONE, «Il culto del bambino. Così l’Occidente ha creato un piccolo adulto senza infanzia», La Repubblica, 3 de agosto de 2011, p. 40.
22 P. SEQUERI, Contra los ídolos posmodernos, Biblioteca Herder, 2014.
23 Cfr. J. GRANADOS (a cura di), Una caro. Il linguaggio del corpo e l’unione congiugale, Cantagalli, Siena 2014.
24 Para una reflexión sobre este culto racional: cfr. J. RATZINGER, El espíritu de la liturgia: una introducción, Cristiandad, Madrid 2001. 66-71.
25 FRANCISCO, C.Enc. Lumen fidei, n. 51.
26 Cfr. FRANCISCO, Ex.Ap. Amoris laetitia, nn. 280-290.
27 Cfr. FRANCISCO, Ex.Ap. Amoris laetitia, n. 211. 28 Para una fenomenología de la promesa: J. L. CHRÉTIEN, La voix nue: phénoménologie de la promesse, Minuit, Paris 1990.
29 Catecismo de la Iglesia Católica: «2360 La sexualidad está ordenada al amor conyugal del hombre y de la mujer. En el matrimonio, la intimidad corporal de los esposos viene a ser un signo y una garantía de comunión espiritual. Entre bautizados, los vínculos del matrimonio están santificados por el sacramento. 2361 “La sexualidad [...] mediante la cual el hombre y la mujer se dan el uno al otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte” (FC 11). (…) 2362 “Los actos [...] con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, realizados de modo verdaderamente humano, significan y fomentan la recíproca donación, con la que se enriquecen mutuamente con alegría y gratitud” (GS 49). (…) 2363 Por la unión de los esposos se realiza el doble fin del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de la vida. No se pueden separar estas dos significaciones o valores del matrimonio sin alterar la vida espiritual de los cónyuges ni comprometer los bienes del matrimonio y el porvenir de la familia. Así, el amor conyugal del hombre y de la mujer queda situado bajo la doble exigencia de la fidelidad y la fecundidad.»
30 Cfr. L. MELINA, La cultura de la familia y el lenguaje del amor, Edicep, Valencia 2009, 21-24.
31 Cfr. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, Cat. 13, 2 (2-I-1980), Cristiandad, Madrid 2000, 117.
32 Cfr. J. DERRIDA, Della grammatologia, Jaca Book, Milano 21998.
33 Cfr. L. MELINA -C. A. ANDERSON (eds.), Aceite en las heridas. Análisis y respuestas a los dramas del Aborto y del divorcio, Palabra, Madrid 2010, 197-211.
34 BENEDICTO XVI, Discurso en ocasión del XXV aniversario del Pontificio Instituto Juan Pablo II para los estudios del matrimonio y la familia, (11-V-2006). Cfr. L. MELINA, La roccia e la casa. Famiglia, società e bene comune, San Paolo, Cisinello Balsamo 2013.
35 Cfr. L. MELINA (a cura di), Il criterio della natura e il futuro della famiglia, Cantagalli, Siena 2011.
36 La cursiva es nuestra.
37 JUAN PABLO II, Discurso a la UNESCO (1-VI-1980), n. 11.
38 Así lo ha sabido poner en evidencia: G. ANGELINI, Educare si deve ma si può?, Vita e Pensiero, Milano 2002.
39 P. SEQUERI, Contra los ídolos posmodernos, Biblioteca Herder, 2014.
40 Ibidem.
41 Ibidem.
42 M. MAGATTI, La fe ¿esperanza para Europa?, [en línea]. [Consulta: 9-6-2017]. Disponible en web: < http://vd.pcn.net/es/index.php?option=com_docman&task=doc_download&gid=8&Itemid=11>. Cf. M. MAGATTI, Libertà immaginaria. Le illusioni del capitalismo tecno-nichilista, Feltrinelli, Milano, 2009.
43 FRANCISCO: «Involucrarse en la política es una obligación para un cristiano. Nosotros, cristianos, no podemos “jugar a Pilato”, lavarnos las manos: no podemos. Tenemos que involucrarnos en la política porque la política es una de las formas más altas de la caridad, porque busca el bien común. Y los laicos cristianos deben trabajar en política» (Discurso a los estudiantes de las escuelas de los jesuitas de Italia y Albania, 7-VI-2013).
44 FRANCISCO, Catequesis sobre la familia, 3bis, Padre II (4-II-2015).
45 JUAN PABLO II, Ex.Ap. Familaris consortio, n. 59.
46 BENEDICTO XVI, C.Enc. Spe salvi, n. 37. Recordando que: ibid., n. 32: “Un lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración. Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha”.
47 Cfr. E. SCHOCKENHOFF, La Chiesa e i divorziati risposati. Questioni aperte, Queriniana, Brescia 2014, 135-170.
48 Cfr. L. MELINA, “Il sacramento che rigenera la persona e la coppia”, en S. NICOLLI –E. E M. TORTALLA (a cura di), Il perdono in famiglia, Cantagalli, Siena 2008, 231-246.
49 FRANCISCO, C.Enc. Laudato si’, n. 237.
50 Cfr. J. J. PÉREZ-SOBA (a cura di), “Saper portare il vino migliore”. Strade di pastorale familiare, Cantagalli, Siena 2014.
51 FRANCISCO, Catequesis sobre la familia, 22, Fiesta (12-VIII-2015).
52 P. BORDEYNE, “Il matrimonio, sacramento della nmisericordia divina”, en J. J. PÉREZ-SOBA (a cura di), Misericordia, verità pastorale, Cantagalli, Siena 2014, 123-140.
53 BENEDICTO XVI, Videomensaje emitido en el acto inaugural de la XIV Feria internacional del libro de Santo Domingo (4-V-2011).
54 FRANCISCO, Mensaje del Santo Padre al I Congreso Latinoamericano de Pastoral familiar, que se celebra del 4 al 9 de agosto de 2014 en la Ciudad de Panamá (8-V-2014).
55 BENEDICTO XVI, Encuentro con los artistas en la Capilla Sixtina (21-XI-2009).
56 SAN JUAN PABLO II, Jornada Mundial del emigrante, 2000 (21-XI-1999).
57 Cfr. SAN JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio 41 y FRANSCISCO, Exhortación Apostólica Amoris laetitia, 191. 196-198.
58 FRANCISCO, Discurso a la 66 Asamblea general de la Conferencia Episcopal Italiana (19-V-2014).


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